«Hemos ido a nacer en lo más pobre y en lo más feo», sentenciaba a veces mi abuela cuando miraba la tierra seca de Los Llanos de Cáceres y la comparaba con el verde exuberante que había descubierto, ya casada, al viajar por primera vez al norte de Extremadura. 

Se puede decir que Eduarda Luengo, mi abuela, que a pesar de sus conclusiones amaba a su pueblo como nadie, era el claro ejemplo de la falta de autoestima que caracterizaba por entonces a los extremeños, aunque al mismo tiempo fue una precursora en eso de empezar a valorar la Extremadura verde y diversa, alejada del concepto de secarral que el desconocimiento generalizado, incluso por parte de nosotros mismos, atribuía al conjunto de la región.

A ella le tocó, como a muchos en esta tierra, ver como sus hijos formaban parte de esa desbandada, de esa sangría que supuso la emigración en los años 50 y 60, fruto de la pobreza y, sobre todo, de la desesperanza más absoluta.

Mi abuela, que aprendió a escribir al mismo tiempo que lo hacía su primogénito, vivió 91 años y llegó a conocer la graduación universitaria de sus doce nietos, la primera de ellas, la mía, que también, por ser la mayor, fui la pionera en la familia en obtener un graduado escolar y ser bachiller, lo que puede considerarse un éxito en un triple salto mortal de oportunidades.

Su larga vida sirve para hacer un recorrido en el tiempo entre ese imposible querernos a nosotros mismos, fruto del maltrato y el abandono, y el mayor logro que nos trajo la democracia y el proceso autonómico, que fue empezar a sentirnos no más que nadie, pero tampoco menos. Quizás por ello, una de las obsesiones de mi abuela, antes de morirse en 2003, era comprarme un traje típico de extremeña, con sus pendientes y su collar de oro, como el mayor símbolo de riqueza y también de identidad.  

Por aquel entonces, cuando ella abandonó este mundo, yo empecé a formar parte del Comité Intercentros de la Agencia Efe, una experiencia que se prolongó hasta no hace mucho y que me permitió comprobar en carne propia como de hacer noche todos al principio en un hotel de Madrid, salvo los de Barcelona, que tenían el puente aéreo, me quedé más sola que la una con el paso de los años en la capital de España porque los demás terminaron por poder regresar en la tarde noche a sus casas en avión y, sobre todo, en AVE. 

Ante discriminaciones tan palpables como esta, no es de extrañar que nuestra autoestima se resienta, algo que ya debe intuir el nuevo portavoz de la Junta de Extremadura, Juan Antonio González, al marcarse como reto elevar la valoración colectiva que tenemos de nosotros mismos.

Necesitamos de verdad que este sea nuestro momento, el momento de Extremadura

También Guillermo Fernández Vara, que para conjurar la tendencia al desánimo no se cansa de repetir por activa y por pasiva que este es nuestro momento, ha llegado a criticar la forma de ser incrédulos de los extremeños ante el hecho de que no terminen de cuajar proyectos industriales anunciados para la región, como si no lleváramos años y años sin que llegue un AVE que se nos prometió para 2010.

Por ello, aunque el paro descienda o logremos los mejores datos de nuestra historia frente al abandono escolar, necesitamos, como la lluvia que no cae y mantiene sedientos nuestros campos, realidades que permitan alumbrar oportunidades tangibles en esta tierra que ahora ve como sus jóvenes más formados se marchan de ella y como muchos piensan que aquí, de no cambiar las cosas, no tendrán futuro.

Esos mismos jóvenes tampoco entienden que se tarde menos y que sea más barato viajar desde Madrid en vuelos low cost a cualquier punto de Europa que a Mérida, Cáceres o Badajoz en tren o autobús, una situación agravada con la pandemia al suspenderse conexiones que no han vuelto a reponerse.

Es difícil que alguien injustamente tratado pueda mantener alta su autoestima, sentirse no más que nadie pero tampoco menos. Por ello, necesitamos de verdad que este sea nuestro momento, el momento de Extremadura; que no volvamos a quedarnos atrás y no perdamos el tren del futuro porque podamos correr para alcanzarlo igual que los demás, no descalzos o en alpargatas mientras otros compiten con las deportivas de marca último modelo. Es urgente e imprescindible, es de justicia, por nuestros hijos, pero también por nuestros padres y nuestros abuelos, que los extremeños podamos volver a creer en nosotros mismos, en que son posibles los triples saltos mortales con éxito porque tenemos la seguridad de que nos protege una red que se llama igualdad de oportunidades.

*Periodista