No se cansa uno de oír y leer aquello de que «hay que rechazar todo tipo de violencia». Es la típica frase que no se cree nadie, pero que hay que repetir a la fuerza como un mantra retórico y perfectamente inútil en discursos, documentos administrativos y currículos escolares.

¿Pero cómo que debemos rechazar «todo tipo» de violencia? – se pregunta uno tras oír semejante sandez –. ¿Tenemos entonces que impedir que la policía o los jueces hagan su trabajo? ¿Hemos de prescindir de las fuerzas armadas? ¿Dejaremos de obligar (esto es: de violentar) a los escolares con currículos y exámenes sobre (por ejemplo) la «necesidad-de-rechazar-todo-tipo-de-violencia»? Si «todo tipo» significa «todo tipo» en la frase de marras, es evidente que lo que se propone en ella es que, por ley, no haya ley, policía, ejército o sistema educativo que valga. ¿Es eso lo que queremos? 

Es obvio, pues, que no se trata de «rechazar todo tipo de violencia», como se afirma tan a la ligera, sino de rechazar «toda violencia que no sea legítima». Algo que, en lugar de hacernos bostezar ante la declamación retórico-moral de turno, podría movernos a pensar acerca de las razones que podrían legitimar la violencia (si es que tal cosa es posible).  

Antes de nada, convendría establecer que la violencia no es algo «connatural» al ser humano (como esgrimen los adalides del realismo político). Si violentar o ser violentado por otros fuera consustancial a las personas, no habría violencia alguna, pues lo violento consiste, justamente, en intentar forzar dicha forma sustancial. La violencia es, pues, una opción ética y política.

Ahora bien, la ética y la política se componen de dos elementos fundamentales: los principios y la práctica de estos. O en un sentido más pragmático: los fines y los medios. Entre ellos, la violencia es declaradamente un medio, aun cuando sea el peor y más ineficaz de todos. Un medio que podría entenderse como legítimo cuando concurren estas dos (polémicas) condiciones: (1) los principios a los que sirve son en sí mismo legítimos (y más significativos que el mero ‘estar en paz’); y (2) no hay ninguna otra forma viable de hacerlos cumplir.

El asunto es que esas dos condiciones suelen darse con frecuencia, y tanto en el ámbito de la moral privada como en el de lo político. La razón es que, si bien no somos meros animales que solo respondan a la «ley de la fuerza» , como afirman algunos ignorantes demagogos de la derecha, tampoco somos puros seres de luz y razón, como parece creer cierta izquierda acomodadamente pacifista, y que en muchos casos no sabe lo que es vivir bajo un régimen tiránico. Y como no somos ángeles, sino que tenemos cuerpo y emociones (tal como nos recuerda constantemente la filosofía más cool – y anoréxica en ideas – del momento) necesitamos de la ética y la política, es decir: en último extremo, de la violencia legítima. Y tanto sobre nosotros mismos (como cuando “nos forzamos” a aplicar con coraje los principios a los que nos debemos) como sobre la comunidad entera (como cuando nos regulamos con leyes justas que, como todas las leyes, han de implementarse bajo el recurso de última instancia que son la coacción y la fuerza). 

Pero ojo, justificar la violencia legítima no quiere decir justificar necesariamente la guerra, aunque esta, a veces, sea legítima y justa. Hay muchos tipos de violencia que cabe ejercer antes de llegar a ese punto. Un ejemplo, válido para el caso de la intolerable agresión rusa sobre Ucrania, es el bloqueo económico al régimen de Putin (y a la población que o bien lo apoya o bien se ha resignado a soportarlo). Otro, nuestra capacidad para esforzarnos en soportar los perjuicios inevitables del bloqueo, si se hace a conciencia, violentando nuestros deseos de despreocuparnos e ir a lo nuestro.

¿Estaríamos dispuestos a ejercer esa violencia justa y legítima sobre nosotros mismos?

Lo señalaban hace unos días el nobel de economía Paul Krugman y el expresidente François Hollande: si se persiguieran las gigantescas fortunas opacas que los oligarcas rusos que apoyan a Putin mantienen en el extranjero (fortunas que suponen hasta el 85% del PIB del país) y, complementariamente, se dejara de comprar el petróleo y el gas ruso, el régimen tendría los días contados y se prestaría a negociar sin derramar una gota más de sangre. 

Ahora bien, esta doble medida supondría, en primer lugar, y como dice Krugman, perjudicar a algunos de nuestros propios e influyentes oligarcas, enredados en múltiples trapicheos financieros con sus homólogos rusos, y, en segundo lugar, afrontar las consecuencias económicas de liberar a la UE de su dependencia energética con respecto a estos mismos oligarcas. ¿Estaríamos dispuestos a ejercer esa violencia justa y legítima sobre nosotros mismos? Putin cree que no tendremos agallas para enfrentarnos a nuestra propia corrupción ni a nuestros deseos de volver a vivir a todo tren tras la contención obligada por la pandemia. Y por eso se ha lanzado a esta guerra. ¿Tendrá razón?

*Profesor de filosofía