"Acuérdate –dice mi hermana–: estábamos viendo los gorgoritos en la plaza de San Jorge y te perdiste. Regresé entre lágrimas para contárselo a papá, que salió corriendo, y al poco te encontramos en el parque de Cánovas de la mano de una señora a la que no conocíamos, y tú venías sonriendo, feliz". 

"Ahora que la insidiosa guerra ha vuelto, regreso para reencontrarme en Cáceres, mi ciudad natal, ese Edén del que nunca me he ido"

No puedo acordarme, hermana, porque entonces yo tenía cuatro años, pero comprende mi felicidad caminando a la vera de esa desconocida: no estaba perdido. Cáceres nunca ha sido para mí lugar donde perderme, sino donde encontrarme. 

Y aquí estoy, de visita con mis hijos, que tienen algunos años más que yo cuando me despisté en tan gloriosa jornada de gorgoritos. Aquí estoy, adulto, cobijado en su mirada de niños extasiados cuando recorremos las intrincadas calles del barrio judío, o jugamos a escondernos entre torres y palacios renacentistas, o nos deleitamos en una terraza de la plaza Mayor con ese skyline atemporal cargado de cultura, tradición y belleza al alcance de pocas ciudades. 

Aquí donde vi el rodaje de aquella película en el casco antiguo (¿sería La lozana andaluza?); o en ese parque de Cánovas tan gozoso, donde mis amigos y yo sacábamos a pasear nuestra infancia cada tarde; o en ese improvisado campo de fútbol en el polvoriento cerro de El Rodeo que nunca sería portada de una guía turística, pero en el cual, pletóricos, nos creíamos Maradona. Aquí estoy, con seis, siete, ocho años, junto a mi madre, de regreso de la casa de la abuela Pura en la plaza de Italia, un microcosmos de ensueño dentro de otro. O en el mirador de la Montaña, adonde, ya crecidito, subía los sábados de madrugada bien acompañado para celebrar que éramos jóvenes y la felicidad, ay, se antojaba eterna. 

Ahora que la insidiosa guerra ha vuelto al este de Europa y el mundo se hace irrespirable, regreso para reencontrarme en Cáceres, mi ciudad natal, ese Edén del que nunca me he ido.