Es conocida la afición del pueblo ruso por el ajedrez, tanto que es asignatura obligatoria en las escuelas. Ya sea por este motivo o por una predisposición natural, la mayoría de los grandes genios ajedrecistas nacieron en Rusia o en algunas de las repúblicas que integraron la URSS. Mijaíl Tal, Petrosián, Karpov, Kasparov, Kramnik fueron campeones del mundo que vinieron de allí. El campeonato mundial de ajedrez de 1972, en Reikiavik, disputado entre el campeón, Boris Spassky, y el aspirante, Bobby Fischer, además de brindarnos algunas de las partidas más sublimes de la historia supuso otro episodio de la Guerra Fría entre la URSS y los EEUU. Reconozco que parte del tiempo libre del que he dispuesto en mis visitas a Moscú y San Petersburgo lo he empleado en admirar cómo centenares de jugadores se afanaban con pasión y por doquier, en las calles y en los parques, y los entiendo porque para mí el ajedrez no es un juego, no es un deporte, es la vida misma encerrada en sesenta y cuatro escaques.

De esta afición no se sustraen ni sus dirigentes. La prueba es la despiadada partida que a escala global está jugando Putin, donde la invasión de Ucrania solo ha sido una jugada más. No se trata, como algunos pudieran pensar, de un movimiento de apertura. No ha sido un peón de blancas que ha avanzado valerosamente dos casillas arrostrando desafiante al ejército enemigo. Putin inició este largo enfrentamiento hace años y, como buen jugador que seguramente es, sabe que no hay que tener prisa, pero sí constancia, y que hay piezas que no pueden volver hacia atrás, que los peones doblados o aislados se vuelven vulnerables y que la primera fase del juego pasa por debilitar al contrario, dominar el centro del tablero y desde esa posición retadora abrir flancos que permiten la incursión de las piezas mayores entre las filas enemigas. Y hasta la victoria final. Esa primera fase la ha culminado hace tiempo con sigilo, casi sin que nos demos cuenta. Solo ahora, repasando las anotaciones de la partida, nos recriminamos a nosotros mismos el haber sido tan ciegos como para no ver que tras muchos movimientos populistas y desintegradores que han atacado a Europa durante los últimos años estaba la estrategia del gran maestro, en pertinaz labor de desgaste. Las tensiones internas y las presiones externas que ha sufrido la Unión Europea no se sostienen sin un apoyo económico importante y sin un aluvión de informaciones falaces que enmarañen el campo de batalla, y uno y otro han venido, sin duda, de la mano que mueve el tablero. Y si a alguien le flaquea la memoria, que repase las hemerotecas para rendirse ala atinada reflexión de Saramago en Ensayo sobre la ceguera: «Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que viendo no ven».

A quienes nos apasiona el ajedrez conocemos en carne propia el desasosiego que se siente cuando nuestra posición es débil y se enfrenta a un ataque poderoso, sensación que con precisión describió el gran jugador danés —pero nacido en Letonia— Arón Nimzowitsch (1886-1935): «En ajedrez, la amenaza de una jugada es más fuerte que su ejecución». Cuando adivinamos el plan siniestro de nuestro contrincante y nos damos cuenta de que en pocas jugadas irremisiblemente nos dará jaque, solo nos queda el recurso de mirarle alelados para obtener como respuesta un rictus irónico que hiere como amenaza. «Te has dado cuenta ya, ¿verdad?», parece decirnos, y sabemos entonces que estamos expuestos a sus veleidades.

"Ucrania no es el destino final, es con certeza una pieza importante con la que se logra una posición muy ventajosa"

Y nos hemos dado cuenta, vaya si nos hemos dado cuenta. Ucrania no es el destino final, es con certeza una pieza importante con la que se logra una posición muy ventajosa en el tablero pero la partida no termina hasta que se captura al rey o hasta que el enemigo es doblegado y se rinde. Ni la primera ni la segunda son una opción para la Unión Europea porque un jaque mate significaría su final y la extinción del modo de convivencia que libremente hemos decidido darnos. Solo nos queda resistir ante la embestida criminal del gran maestro como hicieron con coraje las generaciones que nos precedieron en el sueño de una Europa unida y en paz. Ante este ataque hay que asegurar nuestra defensa y con ella la de los valores en los que creemos: los derechos fundamentales del hombre, la dignidad de la persona, la igualdad de derechos de hombres y mujeres, el trato parejo de las naciones grandes y pequeñas, la voluntad de mantener la justicia y el respeto a las obligaciones emanadas del Derecho internacional, el promover el progreso social y elevar el nivel de vida de todas las personas, la seguridad y el derecho a vivir sin amenazas. Estos valores son el rey de la partida, el preciado bien que el contrincante quiere derribar y al que protegen nuestras piezas, sacrificándose si fuese necesario porque mientras el rey permanezca en pie, el adversario no gana. Esta será una partida larga en la que finalmente venceremos, y de la victoria saldremos fortalecidos porque —como también dijo Nimzowitsch— las piezas que permanecen largo tiempo en reclusión, cuando ganan la libertad pueden adquirir una fuerza inmensa. Esa y no otra es nuestra esperanza.

*Director de la Fundación Academia Europea e Iberoamericana de Yuste.