En su uso peyorativo, el término «monstruoso» refiere lo que es deforme y perverso. Sobre todo lo primero; de hecho, es la deformidad del monstruo, y la correspondiente dificultad para definirlo, prever su conducta y establecer nexos de identidad con él, lo que provoca que lo percibamos como algo malo y amenazante para nuestra integridad. 

Monstruos hay muchos. Desde aquellos más inocuos de los cuentos y la cultura popular, cuya deformidad se reduce a aspectos superficiales, hasta los que hacen daño real y muestran una deformidad mucho más profunda: el tirano, el fanático, el maltratador, el psicópata…

Sea como sea, la oposición a lo monstruoso es uno de los motivos que nos mueven a obrar y a pensar (tanto a nosotros como a los héroes que pueblan nuestros mitos y relatos). Enfrentarse al monstruo en todas y cada una de sus dimensiones (el caos, la ignorancia, la maldad, la fealdad…) es, cuando menos, la finalidad de la filosofía y, en un sentido fundamental, de la educación, entendidas ambas como una búsqueda compartida del sentido, la verdad, la bondad, la justicia y la belleza.

Ahora bien, en filosofía, educación, o en la vida misma, hay dos formas de encarar este objetivo. La primera es la que tiende a la «deconstrucción» de lo monstruoso, hasta desvelar la imposibilidad misma de su existencia. La segunda, en cambio, acepta lo monstruoso y maligno como algo constitutivo al mundo y frente a lo cual solo cabe, a lo sumo, aprender a convivir. ¿Cuál de estas dos concepciones y estrategias es la más certera?

La pregunta no es baladí. De cómo respondamos a ella dependen muchas cosas, desde cómo actuar frente a la guerra provocada por los delirios de un tirano a cómo educar a los niños. Como mañana comenzamos en Cáceres el XXX Encuentro Iberoamericano de Filosofía para Niños y Niñas, dedicado precisamente a la relación entre la filosofía, el miedo y los cuidados, me centraré en lo segundo.

¿Cómo educar a los niños en una relación adecuada con lo monstruoso? Desde la filosofía y el enfoque educativo más racionalista (aquel que considera reducible el caos a forma, lo aleatorio a ley y lo malvado a simple ignorancia), la didáctica de lo monstruoso no requiere ninguna prevención especial. Todo lo contrario: los niños tienen que conocer cuanto antes la fealdad, la maldad y la deformidad del mundo para aprestarse a la lucha dialéctica contra todo ello. Una lucha a la que les empuja su propia naturaleza racional. Los monstruos de todo orden les tendrían que ser presentados, pues, gradualmente, como un reto creciente para su imaginación, voluntad y raciocinio. 

Sin embargo, desde la perspectiva más irracionalista o «posmoderna», anclada al polo dialéctico de lo que los filósofos llaman «la diferencia», lo monstruoso, es decir, lo caótico, aleatorio y «otro», aparece como irreductible a ley, razón o unidad. Por ello, lo lógico es que los niños – y todo el mundo, en la medida en que nadie está a salvo de su propia monstruosidad – sean celosamente protegidos de esa tentación diabólica. Muchos padres y educadores proponen, en este sentido, censurar o trastocar el aspecto más terrorífico de, por ejemplo, los cuentos infantiles, negando así la presencia de aquello que, paradójicamente, entienden como parte esencial de lo real.

Esta última posición implica, no obstante, una paradoja aún mayor. Dado que en aquella se da el máximo valor a la pluralidad y la diferencia, la categoría misma de lo monstruoso se relativiza y diluye. «¿Por qué va a ser el monstruo el dragón, y no el héroe que lo vence con su ingenio y espada – imponiendo un sesgo especista y poniendo en peligro la amenazada diversidad de las bestias –?», plantean algunos educadores.(Por cierto, quien quiera puede leer esto en clave política y compararlo, sin ir más lejos, con determinadas interpretaciones sobre la guerra desatada en Ucrania por el sátrapa de la foto).

Desde la perspectiva citada se produce pues una curiosa situación: lo monstruoso (lo caótico, irracional, perverso…), que se concibe como parte innegable de la realidad, es, a su vez, incalificable como tal, pues toda categorización objetiva resulta imposible en un mundo constitutivamente irracional. Lo monstruoso, entonces, es y no es. ¿Habrá algo más propiamente terrible y monstruoso que esto?

Si queremos, en fin, seguir batallando con las monstruosidades que nos rodean, parece que toca apostar por el primero de estos enfoques, y reconocer y desmembrar analíticamente, uno tras otro, a todos nuestros monstruos, es decir, a todos nuestros miedos. Así que sí: los niños tienen que reconocer al hombre del saco, a la bestia, al ogro, al tirano, o a los falsos monstruos con que expiamos nuestras propias barbaridades. Para destriparlos. Tal como hacen con sus juguetes. Y por la misma razón: para conocerlos y, en esa misma medida, desarmarlos.