Este artículo ya lo he escrito (y publicado) varias veces en los últimos diez años. Me lo sé de memoria. Lo tengo escrito a fuerza de palos. Y lo más probable es que haya más ocasiones en que escribirlo de nuevo. Le voy cambiando el título, pero, bajo la boina, el paisano es el mismo. Le desordeno las letras, pero se ordenan solas. Aunque alguno no se dé por aludido.

Duerme, al suroeste de España, un pueblo al que le han construido un mirador sobre sus propios abismos demográficos. Un mirador sostenido en vilo sobre una inmensidad de dehesas que desborda la mirada. Un mirador de chichinabo para contemplar cómo se le mueren los viejos; y la tierra, perezosa y clemente, que los ha de engullir; y la misma encina de ayer; y la lluvia; y el ventarrón del invierno que no acaba.

Escribo otra vez porque otra vez hemos perdido el tren. Un tren, otro tren, que no volverá a pasar. Ahora -sépanlo quienes esto lean dentro de cien años- ahora hemos perdido una, otra, de esas industrias de bandera. La fábrica de Wolkswagen, la de las baterías, se construirá en Sagunto. Más de siete mil millones de inversión. Más de tres mil puestos de trabajo. De todo eso, nada. Otra oportunidad perdida para ser como son los demás. Y van… Y se van…

Vicenta tuvo ocho hijos y solo cuatro nietos. A los doce les viene mejor que la fábrica la levanten en Sagunto porque ninguno de los doce vive ya en Extremadura. De los ocho, dos murieron y de los otros seis, ninguno vuelve al mirador del pueblo en el que nacieron. Saben lo que toca en el reparto. Que si estamos a desmano de todo, que si no sabemos hacer la o con un canuto… que lo nuestro ha sido, es y será poco más que huronear perdices. Así que, de los otros cuatro, ninguno dice ser extremeño.

"Esta decepción ya la tengo escrita. Y, sin embargo, la escribo cada vez con más desesperanza"

Leo que habrá otros que vengan con sus inversiones y sus empleos. ¿Otros? ¿Los mismos otros que ayer nos dijeron que iban a venir y no vinieron? ¿Otros otros? ¡Hasta cuándo rodará la bola! Como perros, a palos, aprendemos a beber desilusión. Ya no está ni amarga. De tanto beberla la bebemos sin siquiera una mueca de asco. Así, entre nosotros, creo que nos toman por bobos y, lo que es peor, creo que aciertan. Al menos, eso parece visto el asunto desde este mirador en vilo, desabrido y chorra.

Pasa una vieja. Le asoman las telarañas. De los caños de la fuente, de tres solo mana uno. Anochece. Ante nosotros una larga noche. Despoblación y envejecimiento. Ni azucarera, ni fábrica de baterías, ni perrito que nos ladre. Esta decepción ya la tengo escrita. Y, sin embargo, la escribo cada vez con más desesperanza. Quizá porque la edad me dice que yo ya no lo veré. Quizá porque ahora ya no escribo sobre oportunidades perdidas, sino sobre todo un tiempo perdido: el que nos ha tocado vivir.

Es el momento, otra vez, de preguntarnos hasta cuándo. En esta olla no caben más engaños. O no deberían caber. Y, si los engañados por enésima vez hubieran sido nuestros dirigentes, les está faltando tiempo para tirar la toalla. Por dignidad. Si no saben o no pueden, que se vayan, pero que no nos vuelan a colar mercancía averiada. La mejor manera de levantar la moral no es con mentiras más o menos piadosas. Y, en este vestuario, el míster miente. Ahora, en la incertidumbre, esa es la única certeza.

Este mirador sobre la inmensidad se me antoja un pantalán sobre el mar; un lugar en calma en el que esperar que llegue un barco que nos lleve a Sagunto.

*Abogado