Ahora que se aproxima el mes de los libros, siento la necesidad, aunque sea con esta columna, de empezar a pagar una deuda. Podríamos decir que hace años que intento refinanciarla o aplazarla, pero ya va siendo hora de saldarla. No es por falta de ganas ni por huir de la obligación, es más bien cuestión de insolvencia, de calcular cómo puede finiquitarse lo incalculable. Se trata de una deuda triple, así que aparezco aquí como representante de un déficit de tres colectivos. Uno, es el de mis alumnos de un taller literario que recuerdo con especial cariño; otro, mis alumnos de un instituto lejano en el tiempo, aunque cercano en el corazón; y otro, somos yo y mis circunstancias, deudores principales. El acreedor nunca fijó fecha para el vencimiento, pero aun así es hora de pagar, aunque no se trate de una deuda económica, sino moral. Durante estos años, yo he guardado en préstamo una tarde en el taller literario, en la que el acreedor nos regaló un ejemplar de sus libros a cada uno, y nos dijo que él era uno más entre nosotros, como si cualquiera de los que nos reuníamos entonces tuviera tantos premios, tanto prestigio, tanta habilidad para contar.

"Le conocí cuando era un escritor con una voz original capaz de escribir otra historia de Extremadura, y novelas a la altura de la mejor literatura del siglo XX"

También tengo en la lista varias mañanas en las que enseñó a mis alumnos que la única revolución posible es la de las palabras, la de aprender como defensa frente a quienes dicen que saber no es importante. Y muchas conversaciones en las que me hizo ver que hay que corregir hasta el desaliento, hasta que parezca que nada queda ya por buscar, porque entonces el término hallado brillará como metal precioso, y de su vena y no de otra forma, podrá empezarse a escribir. Aprendí mucho antes de que lo dijera Marsé, que una cosa es la literatura y otra, la vida literaria, pero cuando se unen y la conversación se alarga, y de fondo suena una voz profunda y ronca que te muestra un camino, el milagro sucede y hay que aprovecharlo. Guardo ese caudal como un tesoro, protegido por un dique que no me permite caer en sentimentalismos innecesarios, en panegíricos que harían sonreír al acreedor, que diría alguna cosa para relajar la grandilocuencia. Le conocí cuando era un escritor con una voz original capaz de escribir otra historia de Extremadura, y novelas a la altura de la mejor literatura del siglo XX. Mi acreedor se llama Víctor Chamorro, y les recomiendo que se acerquen con mucho cuidado a sus libros. Si los abren, contraerán una deuda impagable como lectores, como extremeños, como ciudadanos de un mundo que bien podría haber sido de otra manera, como nos cuenta Víctor, no solo en las palabras escritas, sino también en las tardes de conversación mil veces aplazadas, que no deberían acabar nunca.

*Escritora y profesora