El Periódico Extremadura

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Fernando Valbuena

A la intemperie

Fernando Valbuena

Enrique de Aguinaga, maestro

Los dos a la sombra de un mismo ruiseñor

Enrique de Aguinaga

Mi padre y él. Los dos. No recuerdo a nadie que se calara la boina con tanta elegancia como ellos. Azul Bilbao la de mi padre. Negro luto la de Enrique de Aguinaga. Y, no siendo mi padre, a nadie me atrevería a llamar padre sino a Enrique de Aguinaga. Padre y maestro. No hay palabra que más se haya repetido en la hora de su muerte que la de maestro. Enrique de Aguinaga ha sido maestro no solo, con ser mucho, por la lucidez de su verbo, sino que lo ha sido por el camino difícil del ejemplo. De Enrique quise, aún quiero, aprender. Aprehender España en sus ojos. Aprehenderla con su misma ternura, con su misma lucidez…

Enrique de Aguinaga nació en 1923. Mi padre en 1919. Cuatro años, los que van de acabar en el frente o en retaguardia. Enrique fue un niño de la guerra. La guerra de todos sus mayores y, para él, muy especialmente, la guerra de sus dos hermanos mayores, Álvaro y Vicente, el uno capitán republicano, el otro alférez provisional. Partidos los dos por la línea del mismo frente. El mismo costurón. La misma herida. Enrique lo contaba a quien quisiera oírle. Y lo dejó también escrito. Dos hermanos. Sus dos hermanos mayores, los dos, por azar del destino, enterrados en el mismo nicho del cementerio de Ceares de Gijón, y los dos, al final, en una misma caja; una caja del tamaño de una tibia para dos hermanos. Y, al contarlo, en sus palabras, una inmensa ternura.

Enrique, caballero, catedrático, periodista y cronista oficial de Madrid. Ha muerto un caballero leal. En calma y en lucidez, tal y como escribía. Dos virtudes excelsas que me rindieron a él desde el primer día que tuve la inmensa fortuna de cruzarme en su camino. En una ocasión, estando los dos en el Monasterio de Leyre, me dedicó uno de sus libros con palabras que entonces se me antojaron un tanto cabalísticas: «A Fernando Valbuena, los dos a la sombra de un mismo ruiseñor». En ese momento supuse que el ruiseñor al que se refería era el del monje Virila, abad de Leyre, del que cuentan que, embelesado por los trinos, permaneció trescientos años sin salir de su arrobo. Ahora, pasados algunos años menos de trescientos, muertas las oportunidades, he llegado a entender que ese ruiseñor no era otro que José Antonio Primo de Rivera. Nadie ha escrito tanto sobre José Antonio como Enrique. Es más, quizá nadie lo haya entendido mejor que él. José Antonio fue para Enrique, como el ruiseñor para Virila, un deslumbramiento. Y de ese arrebato, su obra. José Antonio como arquetipo. Como síntesis. Como abrazo. El abrazo entre José Antonio Primo de Rivera y Eduardo Iglesias del Portal, el presidente del tribunal que acaba de condenarlo a muerte. ‘El Abrazo’, así titulaba uno de sus más recordados artículos. Con Aguinaga se va el último de aquella generación. Ni vencedores, ni vencidos. Niños de la guerra. Españoles que supieron levantar sus propias vidas en tiempos difíciles. Los que quedan hablarán, hablaremos, de oídas. Muerto Aguinaga, la guerra ha terminado. Y si ellos supieron perdonar, ¿por qué nosotros no?

En el dolor de recordarlo ahora viene a mi memoria la noche aquella de Leyre en que, Aguinaga, alegre y burlón, nos hizo reír con ‘La pulga’, el viejo, bufo y picante cuplé que popularizara la Bella Dorita y luego Olga Ramos. Fuego de campamento al pie de las montañas. Si maestro es el que te enseña a ver, Enrique es mi maestro. Si maestro es el que te deja huella en el alma, Enrique es mi maestro. Los dos a la sombra de un mismo ruiseñor. Entre luceros. Cerca de Dios. Gracias Enrique, escuetamente gracias.

*Abogado

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