El Periódico Extremadura

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Fernando Valbuena

A la intemperie

Fernando Valbuena

Bocata de cardenal

El arzobispo esconde, con gracia excelentísima y reverendísima, el bocata bajo el socorrido sombrero de paja

Monseñor Cerro. El Periódico

Era el tal bocata, bocata de tortilla de patatas. ¡Qué delicia! Al menos eso pensé cuando lo vi. Un bocata rotundo, categórico, inapelable... Con su envoltura en servilleta de papel y su otra piel de aluminio. Estaba yo en Guadalupe un tanto fuera de mi madriguera. Badajoz, desde Guadalupe, se me antoja Portugal. Frontera al menos. Cuando lo del fútbol, en los partidos frente al Mérida, siempre los había que nos llamaban portugueses. No lo veo del todo mal (salvas las intenciones). A veces la frontera no existe. A veces, muchas veces, me siento portugués. Y en Guadalupe, toledano. Toledo se escribe con inenarrable emoción. Con toda la hondura de las letras castellanas. Toledo… y su cardenal primado.

En esas trafullas del pensamiento andaba yo cuando se me apareció el bocata del cardenal con sus patatas que, asomando, predicaban gula (si se me permite invocar en hora mala tamaño pecado). Quizá no fuera gula, lo que se dice gula... quizá solo el ansia, tan noble como humilde, de procurarme uno. Uno con sus patatas lustrosas, los filos quemados prometiendo delicadas dulzuras…

Guadalupe es, ante todo, vértice de las Españas. Sea lo que fuere, es un dardo clavado en el corazón de todas ellas. A Guadalupe hay que volver y, como dice mi amigo, el simpar, amén de catedrático, Ricardo Hernández Mogollón, hay que volver porque te llena el alma. A mí, con ser menos que Ricardo, me pasa algo parecido. Bebo los vientos de la sierra, mojo en el agua fría de sus fuentes mis manos y me siento mejor, más vivo, más humano… y hasta más extremeño.

Así que me zampé la tonelada de kilómetros que van del Guadiana de frontera al Pico Villuercas para estar más cerca del cielo (y del Club Senior convocante de unas interesantes jornadas de reflexión sobre Extremadura (y es que para reflexionar no hay nada como los monasterios). Allí coincidí con Ricardo y, en los vericuetos del monasterio, se nos apareció en carne mortal (de la que aún goza y quiera Dios que por muchos años) Francisco Cerro. Y su bocata. Bocata que, además de bocata, bien pudiera ser llamado «bocatto di cardinale», calenturienta expresión derivada de sí misma y que en italiano no se conoce. En todo caso, italiano macarrónico (y salva sea la pasta que en este entierro no tiene vela). Allá que va Ricardo y allá que me lo presenta, y el buen pastor con sus dos manos en la pitanza, cogiendo el bocadillo por donde el papel aluminio, como si se tratara de mondar un plátano. Y yo, que no he tenido ocasión de ser presentado a cardenal primado alguno, no sabía cómo sortear el lance, ni por dónde pudiera asomar el anillo. Cuanto más lo buscaba más se me alzaba tentadora la tortilla reluciente de grasas, grasas de tamaña alcurnia que creía yo morir. Así que eludí tan arriesgada maniobra y le saludé por lo civil. Mas, en eso, para la foto que alguien le tira, el arzobispo esconde, con gracia excelentísima y reverendísima, el bocata bajo el socorrido sombrero de paja que, como caminante en jornada de recios soles, usa.

Si Guadalupe es vértice encendido de la tierra mía, la tumba de don Diego de Villalobos y Benavides, capitán de caballos en Flandes es, exactamente, la tronera por la que manan las fuerzas telúricas que allí nos amamantan, o al menos, que me amamantan. Nada más entrar en la basílica, junto a las escaleras, a mano derecha. Y pienso, mientras miro ese azulejo que dice «Hic jacet…», que si allí yace, bien vivo que ha de estar.

No sé si mañana quedarán guadalupenses para recibirnos, pero, en tanto, me siento peregrino, uno más de los muchos que acompañan al Arzobispo de Toledo, uno de los muchos que comparten bocadilla con él, aunque en el reparto yo me quedara huérfano. Y vuelvo los ojos a los cielos y le rezo a la Virgen.

*Abogado

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