Yo no soportaba el calor ni siquiera cuando el calor era normal y aún no venía a avisarnos de este calentamiento global como preludio del cataclismo y la apocalipsis.

Siempre me gustó el otoño con sus tormentas y su olor a tierra mojada, con ese recuperar las calles y las tardes; con sus ilusiones y sus esperanzas como verdadero comienzo del curso de la vida, aunque el año se estrenase meses después, el 1 de enero.

Ahora, en cambio, a pesar de este calor insufrible, de los fuegos y la sequía, somos unos afortunados precisamente porque aún no ha llegado el otoño con esa batería de amenazas y miedos con la que llevan meses bombardeándonos.

He oído decir a responsables políticos e incluso al secretario general de UGT, Pepe Álvarez, que nos vayamos de vacaciones, si podemos, y disfrutemos del verano porque lo que está por venir va a ser duro, muy duro, ante la crisis energética que se avecina derivada de la Guerra en Ucrania.

La inflación nos come por los pies y la gran recesión vuelve a aparecer entre bambalinas, como si nadie pudiera hacer nada, para convertirse de nuevo en la gran protagonista de nuestras vidas.

Es ese «miedo difuso» del que hablaba el poeta Ángel González en Ciudad Cero, un miedo ahora globalizado con el que parece que se han puesto de acuerdo todos los poderes del mundo para atemorizarnos y manejarnos a su antojo, aunque hayan decidido dejarnos aún en el recreo este verano.

No soy nada de teorías de la conspiración rebuscadas. No hace falta, todo es mucho más sencillo, solo es necesario darse un pequeño paseo por la historia para descubrir que el miedo ha sido siempre utilizado como la más poderosa de las armas, capaz de someter, controlar y enfrentar a unos contra otros.

También basta simplemente con ver los anuncios para comprobar todo lo que mueve la industria del miedo, esa que nos ofrece comprar seguridad a golpe de póliza o alarma; la que nos oferta soluciones para todas las amenazas que pueden acechar a nuestro hogar, a nuestra patria, a nuestra salud.

En medio de este temor impuesto y generalizado, dos de los sectores más poderosos del planeta, el armamentístico y el farmacéutico, viven una nueva edad de oro en ese encargo que tienen de «protegernos» e incluso de calmar nuestros desasosiegos, si hace falta, a base de ansiolíticos y antidepresivos.

«Tuvimos que asustar a la población para tranquilizar a los mercados», esa famosa viñeta de El Roto resume a la perfección la llamada «economia del miedo» sobre la que Joaquín Estefanía escribió tras la recesión de 2008, en la que se nos amedrentó a todos para que aceptásemos el gran engaño de que era inevitable una mayor precariedad y desigualdad.

El propio Estefanía concluye que el miedo, a pesar del famoso refrán, es de todo menos libre, por eso de cara a este incierto otoño me he propuesto no dejarme atemorizar con el mal augurio planificado y con las incertidumbres geopolíticas como entes supremos de esas «nubes negras que nos engañan y nos acechan».

Por ello, visto lo visto, considero más necesario que nunca luchar contra el temor que tratan de infundirnos, aunque solo sea como un mero ejercicio de libertad individual, de resistencia, de insumisión, de rebeldía.

El mundo nunca fue fácil para la inmensa mayoría de las personas que lo habitan, esa es la realidad, pero también es verdad que los mayores horrores se han producido gracias al terror que paraliza y somete, mientras que todo logro de la sociedad ha ido siempre acompañado de confianza, ilusión y esperanza.

Nunca se ha hablado tanto de distopía como ahora y quizás por ello también sea más necesario que nunca recuperar el término utopía como un ejercicio de ética ciudadana en la que el ser humano asuma que puede volver a creer en sí mismo y en su capacidad para cambiar las cosas, simplemente como primer paso para poder hacerlo.

Si todos estamos paralizados, atemorizados, bloqueados, es seguro que nada será posible, ni siquiera luchar contra un cambio climático que, según nos dicen los científicos, aún puede revertirse con políticas que son factibles.

Me niego a que el miedo mande, a que nos gobierne, como ya alertaba Eduardo Galeano, y sobre todo no pienso vivir con miedo por encima de mis posibilidades, ese «miedo a la puerta sin cerraduras, al tiempo sin relojes, al niño sin televisión. Miedo a la noche sin pastillas para dormir y a la mañana sin pastillas para despertar. Miedo a la soledad y miedo a la multitud. Miedo a lo que fue. Miedo a lo que será. Miedo de morir. Miedo de vivir».

*Periodista