El Periódico Extremadura

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Mario Martín Gijón

Espectráculo

Mario Martín Gijón

Pessoa / Moya

Pessoa, como Kafka, mareó y acabó por desairar a la mujer que amaba y que le amaba para dedicarse solo a la literatura

Decía Borges que Kafka es, en sí, «una vasta literatura». Lo mismo podría decirse de Fernando Pessoa (1888 – 1935) incluso con más razón, ya que el escritor portugués creó todo un mundo de heterónimos, o autores ficticios, cada uno con su propio estilo y biografía: 136 heterónimos recogía el libro Yo soy una antología, publicado hace poco por Pre-Textos, aunque de ellos había cuatro con los cuales Pessoa tuvo más trato que con ninguna persona real: el bohemio Álvaro de Campos, el maestro rural Alberto Caeiro, el ingeniero Ricardo Reis y Bernardo Soares, autor del Livro do desasossego, una de las cumbres literarias del siglo XX. 

La vida sin vida de Pessoa, quien como Kafka mareó y acabó por desairar a la mujer que amaba y que le amaba para dedicarse solo a la literatura, resulta fascinante para cualquiera que se acerque a ella. Ya en su brillante El arte de la fuga (publicado por la cacereña editorial Periférica en 2015), Vicente Valero dedicaba una de sus novelas cortas al día en que Pessoa tuvo la revelación de los heterónimos. En la novela Lluvia oblicua, recién publicada por la editorial Baile del Sol, Manuel Moya (Fuenteheridos, 1960) recrea los últimos días de un Pessoa agonizante, empeñado en destruirse bebiendo aguardiente y fumando sin cese, a pesar de las advertencias de familiares, vecinos y compañeros de trabajo, toda una constelación de personas que lo aprecia a pesar de las rarezas que no entienden, por desconocer el mundo interior que lo agita, y que es recreado con gran sensibilidad por un autor que, no en vano, es especialista en Pessoa, de quien ha traducido entre otros el mencionado Libro del desasosiego (para los lusistas quedará juzgar qué traducción es más fiel, si la de Moya en Baile del Sol, la de Perfecto Cuadrado en Acantilado, la de Antonio Sáez en Pre-Textos o la del poeta Ángel Crespo en Seix-Barral) y está terminando una biografía del lisboeta.

Conocí a Manuel Moya hace unos cinco años, en Bilbao, en una grata ocasión, pues era la entrega de los premios que concede su ayuntamiento: yo había sido premiado en la categoría de ensayo, y él en la de cuentos. Cuando supe que había nacido en Fuenteheridos, le pregunté si por casualidad había llegado a conocer a José Bergamín, que después de regresar del exilio y de una breve época en Madrid, prefirió pasar sus últimos años en ese pueblo de la Sierra de Huelva, y resultó que no solo lo conoció, sino que fueron amigos (un par de años después, supe que otro escritor onubense, Hipólito G. Navarro, también fue amigo de Bergamín: está por escribir aún la historia del exilio interior del genial Bergamín en esas serranías, tan cercanas a Extremadura, y de su influjo en algunos jóvenes escritores) y fomentó su vocación literaria. Moya, cuya hermana vive en Plasencia y por ello conoce bien nuestra región, es autor de una amplia obra tanto lírica como de ficción, y su cualidad de poeta se percibe también en la empatía con la que entra bajo la piel del enigmático Pessoa. Hay pasajes memorables, como el largo monólogo (que no es tal) de Fernando dirigiéndose a la tumba de su madre, en el Cemitério dos Prazeres (solo en Portugal, uno de los países más extraños de la tierra según Albert Caraco, podía haber un cementerio que se llamara así), o el pasaje en que, después de la cita con Ofélia, se queda dormido bajo la lluvia, y que recuerda el turbulento monólogo de La muerte de Virgilio, de Hermann Broch. 

El libro, en realidad una novela corta (difícil género en el que destaca Moya), resulta una paradójica gozada melancólica, que nos despierta varios deseos: volver a Pessoa, leer otras obras de Moya y, en cuanto sea posible, volver a Lisboa, para recorrer esa ciudad que es a la vez un “anfiteatro de la nada” y de todos los sueños posibles.

* Escritor

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