El Periódico Extremadura

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Enrique Pérez Romero

Nueva sociedad, nueva política

Enrique Pérez Romero

Clases, desclasamiento y reenclasamiento (I)

En España la clase política se ha convertido en uno de los grupos humanos con más conciencia de clase

Clases, desclasamiento y reenclasamiento (I).

Tal como define el investigador estadounidense Harold R. Kerbo (n. 1948) en su brillante «Estratificación social y desigualdad» (2003), una clase social es, objetivamente, «un agrupamiento de individuos con posiciones similares y con semejantes intereses políticos y económicos dentro del sistema de estratificación». 

Entre las controversias que rodean esta idea, una de las más importantes es, «hasta qué punto los individuos han de reconocer (por sí mismos) estas divisiones para que sean significativas». Parece claro que «para que sean significativas», objetivamente hablando, ese reconocimiento no es necesario en ninguna medida. Sin embargo, para promover el cambio social, Marx dejó muy claro que la clase trabajadora debe pasar de ser una «clase en sí» (objetiva) a ser una «clase para sí» (subjetiva). Ha de adquirirse «conciencia de clase». 

Cuando en la barra de un bar escuchamos a dos albañiles —que no solo pertenecen a la misma clase objetivamente, sino que seguramente trabajan en la misma empresa y exactamente con las mismas condiciones— defender acaloradamente a políticos de partidos distintos, estamos asistiendo a una evidencia de desclasamiento. Ambos son capaces de atacar al otro para defender a un tercero que pertenece a otra clase, con otros intereses. 

En España —seguramente en casi toda Europa y en buena parte del mundo occidental— la clase política se ha convertido en uno de los grupos humanos con más conciencia de clase. Dos diputados de partidos distintos —incluso en extremos ideológicos— no tendrán problema en ponerse de acuerdo para subirse el sueldo (¿qué trabajador disfruta del privilegio de elegir su propio salario?), aunque esa subida perjudique a las clases inferiores. La clase política es una subclase de lo que Kerbo llamó «clase corporativa», es decir, aquella que no ocupa un lugar elevado en la estructura de propiedad (aunque después de años ejerciendo, muchos también escalan en esa estructura), pero sí lo ocupan en la estructura ocupacional (por el trabajo) y, sobre todo, en la estructura de autoridad (por el poder). 

Las últimas semanas nos han dado dos ejemplos de esa conciencia de clase. Respecto a José Antonio Griñán (condenado en firme por varias instancias judiciales distintas, de distintos niveles y regiones), y Sanna Marin, la presidenta finlandesa cuestionada por falta de ejemplaridad en un momento en que ha incrementado el riesgo militar del país al meter a Finlandia, con 1.340 kilómetros de frontera con Rusia, en la OTAN. En ambos casos, políticos de diverso signo (incluso nacionalidad, respecto a Marin) han considerado obligado salir a defender a los suyos. ¿Se imaginan ustedes a los albañiles de Cáceres preocupados por lo que les pase a los que trabajan en Helsinki?

¿Por qué ocurre esto? El investigador estadounidense Robert Lane, en su obra «Ideología política» (1962), entrevistó minuciosamente a un grupo de obreros y descubrió que trataban de encontrar algún defecto en ellos mismos para explicar por qué no habían aprovechado oportunidades que se les brindaban. A esto podríamos denominarlo «ideología de la igualdad de oportunidades», una ferviente fe —exportada de EE.UU., país fundado por emigrantes protestantes radicalmente individualistas— en que todas las personas nacemos con las mismas oportunidades. Algo que no resiste análisis científico alguno. 

Junto a esta ideología, se necesita mucha legitimación para sostener la desigualdad. Kerbo analizaba el sistema educativo y los medios de comunicación como pilares legitimadores básicos. Yo me atrevo —sin despreciar la importancia de la educación formal, en manos de la clase corporativa y de empleados públicos con el privilegio de la fijeza laboral— a decir que la cultura de masas es la gran columna vertebral que sostiene el desclasamiento en el mundo contemporáneo. 

Las crisis en forma de muñecas rusas que vivimos, con especial virulencia desde 2008, son una oportunidad para el reenclasamiento, es decir, para que nos hagamos conscientes de a qué clase pertenecemos o, dicho de otro modo, quiénes son los nuestros y quiénes no. Si la dureza material de lo que está por venir es menos potente que la cultura de masas, habrá que parar a reflexionar. En un próximo artículo concluiré los argumentos apuntados en los dos últimos párrafos.

*Licenciado en CC de la Información

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