El Periódico Extremadura

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Diego Fernández Sosa

La lengua en el oído

Diego Fernández Sosa

Opiniones de un payaso

En el remoto invierno de 1983, en un espacio intermedio de una nave agropecuaria, encontré un libro abandonado encima de una mesa. Abandonado quizás por la desafección de su dueño hacia la historia o hacia el propio ejemplar, que llevaba una dedicatoria que hoy confusamente recuerdo, «El protagonista de este libro ha perdido la luz que lo guiaba...». No dejaba de ser insólito, pues el entorno y las circunstancias no concordaban con el hallazgo. Era de tacto agradable, flexible, muy blanco, con las tapas plastificadas, usado, pero íntegro. El grosor general parecía un tanto abultado, como si hubiera sido muy leído. Muchas veces lo tuve en mis manos en aquellos días laborales y hojeé sus páginas. Tantas veces me pareció extraño el nombre de su autor, su rostro, de expresión o reflexiva o ensimismada, y la reseña de la contraportada. Intuía −sin llegar a leerlo− una cierta desolación en aquel relato que se iniciaba hacia el final de un viaje en tren, en un ámbito frío, de noche, en una ciudad extranjera y lejana. 

En la ilustración en blanco y negro de la portada aquel payaso esbozaba una sonrisa humilde, sumisa, triste, culpable y, levantando su brazo derecho, dirigía la interpelación de su índice interrogativo o admonitorio a alguien al otro lado del espejo o del mundo, pidiendo o exigiendo la palabra. Acaso yo también lo repudiaba. Acaso aquella atmósfera (libro, tacto, ilustración, autor, reseña, páginas) propiciaba −quién sabe− el conocimiento de un universo tan atractivo y tan extraño.

Estas líneas pretenden solo el inútil exorcismo de aquel recuerdo. La desventura de no haber leído aquel libro, ese ejemplar. La desazón de no haberlo rescatado. El remordimiento de haberlo definitivamente perdido. La memoria de aquel hallazgo es un camino que me conduce a aquella mañana o aquella tarde de invierno cuando extrañamente apareció ante mí y todos aquellos días inhallables en que, de un modo que no sé decir, no me decidí a leerlo. Su tacto. La blancura de sus hojas. La distante extrañeza de las palabras iniciales del primer capítulo.

El recuerdo de aquellos días vuelve incesantemente a amonestarme por no sé qué imprudencia material que me disuadió de llevármelo a casa, quizás a través de una confianza excesiva en su permanencia, o de un desinterés adolescente solo movido por lo cercano, de salvarlo de la destrucción.

En la pervivencia de ese recuerdo siento la insobornable acusación del tiempo. Desde entonces busco siempre la repetición de ese ejemplar para redimirme de aquella pérdida, una edición de hacia 1980 que restañe las heridas de aquello que no salvé, de aquel libro que no leí entonces, que abandoné a la tierra, a la niebla, a las heladas, a la nada.

Pero en realidad lo que busco, como en un sueño recurrente e irresoluble, es ese libro, su reconstrucción átomo a átomo, el regreso a aquel instante luminoso y desacordado, a aquellas mañanas de invierno en que una fuerza inefable me llevaba a abrir diariamente el ejemplar por la primera página: «Oscurecía ya cuando llegué a Bonn...».

*Doctor en Filología Hispánica. Profesor de Lengua y Literatura

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