El Periódico Extremadura

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Jero Díaz Galán

Lluvia fina

Jero Díaz Galán

Ligera de equipaje

Después de ver desmontar la casa de los abuelos y la de tus padres, me agobia cada vez más tener demasiadas cosas

Después de haber visto desmontar la casa de los abuelos y, sobre todo, tras deshacer la de tus propios padres, cada día me agobia más tener demasiadas cosas y siento la necesidad de hacer lo que me queda de viaje «ligera de equipaje», como decía don Antonio Machado.

 Nunca fui demasiado dada a acumular objetos y siempre me dio cargo de conciencia derrochar. No es para menos después de educarme en un colegio de monjas en el que nos advertían de que Santa Teresa de Jesús pasó un día en el purgatorio por malgastar hilo al coser, al parecer su único pecado.

A lo largo de mi vida, cada vez que he cogido una aguja, me ha venido a la cabeza esta enseñanza, cuya fuente no tiene que ser nada fiable, pues siempre me he preguntado cómo podían saber las monjas lo del día que la santa pasó sin tener acceso al cielo. También es verdad, pensaba, que como las reverendas madres decían estar casadas con Dios, no era de extrañar que tuvieran información privilegiada.

Con capacidad cero para almacenar números, datos o fechas, sin embargo mi memoria siempre ha sido una esponja que ha guardado, sin ningún tipo de problema, historias y sensaciones, por eso creo que esa tradición judeocristiana de la culpa y el castigo hizo especialmente mella en mí a través de las siempre singulares y ejemplarizantes historias de las Madres Escolapias.

Si esto ha sido así durante toda mi vida, tanto creyente como mayoritariamente atea, ahora es una constante tal que cuando paseo por tiendas y mercados siempre pienso, como Sócrates, en que es increíble la cantidad de cosas que no necesito, que en realidad no precisamos.

Además, todo ello, combinado ahora con el cambio climático y con las toneladas de residuos y porquerías con que inundamos al planeta, hacen que en los últimos años me haya convertido en una absoluta obsesa del reciclaje y el remordimiento de conciencia, esa culpa que tan bien anclaron en mí las monjas, me golpea si no puedo cumplir con mi autoexigencia del mayor respeto posible al medio ambiente.

 Al principio nadie puso nombre a mi obsesión ni la reconocí como tal, pero ahora ya sé que se llama «estrés verde» o «ecoansiedad» y la sufría de tal forma que mis ritmos vitales se alteraban cuando pasaba por los pasillos de algunos supermercados y llegaba a tener sensación de mareo al acercarme a los lineales de las botellas de plástico de detergentes, suavizantes, geles, cremas corporales, champús, acondicionadores, mascarillas y todo ese sin fin de productos con el que pretenden que nos cuidemos día a día mientras contaminamos como cosacos.

Es verdad que toda acción individual suma, pero que solo la colectiva será capaz de parar el desastre mediambiental, así es que después de ese continuo luchar entre mi razón y mi educación, mis culpas y mis remordimientos, he vuelto a permitirse el lujo de usar suavizante, porque creo que en nada le va a afectar al mundo que mi ropa recién lavada esté suave y huela bien, como realmente a mí me gusta.

Aún cuando no contamine, he de reconocer que la cantidad me marea por si sola y por eso también me pone muy nerviosa y me agobia repasar el listado interminable de películas que ofrecen las plataformas de streaming y encima comprobar que la mayoría de ellas no merecen la pena.

Hay que empezar a plantearse que no se puede estirar el chicle hasta el infinito

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Entonces añoro cuando solo había un canal de televisión y mi madre me dejaba ver con ella las películas de los jueves por la noche. Ahí, en nuestra pequeño monitor en blanco y negro, vi por primera vez ‘Rebeca’ de Alfred Hitchcock y me enamoré del cine; ‘Los girasoles’, de Vittorio De Sica, con Sofía Loren y Marcelo Mastroniani; o ‘Calabuch’, de Luis García Berlanga. Todas ellas maravillosas y que siempre pondrán de manifiesto que nunca la cantidad pueden vencer a la calidad.

Recientemente el presidente francés, Emmanuel Macron, decretó el fin de la abundancia y la despreocupación, un discurso desde luego alejado del populismo y claro con la ciudadanía, lo que es de agradecer en un mundo en el que hay que empezar a plantearse que no se puede estirar el chicle hasta el infinito, porque los recursos se agotan y porque este modelo de consumo en continuo crecimiento daña y mucho al planeta.

Dicho esto, está claro que si todos tendremos que hacer esfuerzos, habrá que empezar por quienes más tienen y por quienes realmente vivían despreocupados, porque tampoco vale lo de siempre, no repartir beneficios entre unos trabajadores cada vez más precarizados y entre unas sociedades empobrecidas para luego socializar con ellos de inmediato pérdidas y sacrificios. 

*Periodista

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