El Periódico Extremadura

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Mario Martín Gijón

Espectráculo

Mario Martín Gijón

Marías

Los novelistas que me interesan son los que tienen un núcleo poético, y en los que no hay ni una página de sobra

La muerte de Javier Marías (1951 – 2022) ha suscitado un verdadero diluvio de comentarios. Todo quisqui se ha sentido obligado a dar su opinión sobre quien, por otra parte, opinaba desde El País libremente sobre todo. Los mismos y mismas que pusieron a Marías a caer de un burro por cuestionar la calidad de las novelas de Elvira Lindo, ahora lo ensalzan como un maestro incuestionable de las letras. Es cierto que en este país se regatea el reconocimiento a los vivos y se regala a espuertas a los muertos, aunque en el caso de Marías no es así: desde el principio tuvo a la crítica de su lado, y se le permitió lo que a otros, como Goytisolo, no se hubiera perdonado: rechazar por dos veces el Premio Nacional de Narrativa (y los 20.000 euros que conlleva), por su posición en contra de recibir galardones del Estado, que mantuvo con gran coherencia.

La fama de Marías, como uno de los grandes narradores en español (nuestro único candidato al Nobel de Literatura) hacía que uno se sintiera obligado a leerlo. En mi caso, ya de adolescente leí Corazón tan blanco, título tan sugerente, pero que hizo honor a su nombre: lo que me ha quedado en blanco es la memoria de esa lectura: mala señal. Me gustaron más otras novelas suyas, las primeras, donde veía una frescura que no se echaba perder en la longitud cada vez mayor de las posteriores. Me encantó Los dominios del lobo, y hay más de un guiño a esa novela en mi relato “Mis últimos días en Oxford”, incluido en Inconvenientes del turismo en Praga y otros cuentos europeos. Me inspiré tanto de mi breve estancia en Oxford por un congreso (donde conocí, por cierto, a Marcos Eymar, gran amigo, gran escritor y entusiasta de Marías) como en la descripción oxoniense del madrileño.

Seguí volviendo a algunas de sus novelas: Los enamoramientos, tan celebrada, me terminó aburriendo, y cuando conté a mi amigo Marco Antonio Núñez que había leído Berta Isla, me replicó que no entendía mi masoquismo. En realidad, coincido bastante con la opinión de este profesor de filosofía en Cáceres y notable crítico de cine y letras, fascinado por el logro de Marías en cuanto a cosechar un “aplauso unánime” con una escritura que no era nada del otro mundo, ni en sus prolijas divagaciones psicológicas ni en su “pobre imitación de Juan Benet”, escritor al que Marías proclamaba su maestro, y que para cualquiera que lo lea no tiene nada que ver: Benet, al contrario que Marías, fue un escritor al que no leía ni lee casi nadie, pues su escritura (densa, tupida, maravillosa), exige una atención de la que cada vez menos lectores son capaces. Recuerdo aquella trilogía benetiana de Herrumbrosas lanzas cuyos volúmenes fui tomando prestados, con 16 años, de la biblioteca de Villanueva de la Serena: por la ficha vi que yo era el primer lector que tenían; espero no haber sido el último, pero no me extrañaría.

Curiosamente, Marías era un escritor con mala prensa entre mis profesores de filología en Cáceres, pues Ricardo Senabre había sentado cátedra diciendo que era normal su éxito en Alemania o Inglaterra, porque las traducciones mejoraban su prosa. A mí me ha llevado tiempo entender por qué su escritura no me llegaba a llenar del todo: no era por sus temas ni por su aristocratismo, (alguna necrológica disonante ha llegado a afirmar que “había en él un pijerío que apestaba a Corte Inglés”; a otros en cambio fascina su cosmopolitismo). La razón es lo prosaico de su prosa: a mí, los novelistas que me interesan son los que tienen un núcleo poético, y en los que no hay ni una página de sobra: Gonzalo Hidalgo Bayal, Menéndez Salmón o Roberto Bolaño empezaron como poetas. En las 16 novelas de Marías hay muchas páginas que sobran, pero hay otras memorables, hay un estilo inconfundible, que no dejaba a nadie indiferente. 

*Escritor

 

 

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