Nunca he estado en Murcia salvo una vez, de paso, volviendo de Orihuela en 2010, donde había participado en aquel macro-congreso por el centenario de Miguel Hernández y tuve un rato de espera para el transbordo, en el cual deambulé por el barrio en torno a la estación de tren. De hecho, la Región de Murcia es la comunidad autónoma que menos conozco y, sin embargo, coincide que de ahí me parece que llegan algunas de las propuestas narrativas más interesantes de los últimos tiempos y que tienen en común el prestar especial atención a cómo la tecnología y globalización condicionan y modelarán nuestras vidas. También allí nació y vivió, durante la mayor parte de su vida, Miguel Espinosa (1926-1982), uno de los novelistas más geniales de nuestras letras, cuya divertidísima sátira Escuela de mandarines merecería ser mucho más conocida.
Hace unos años hablé de la notable novela Factbook. El libro de los hechos (2018), de Diego Sánchez Aguilar (Cartagena, 1974) y, aunque desde estilos muy distintos, veo un aire de familia con dos escritores a los que llevo bastante tiempo siguiendo la pista.
El primero es Javier Moreno (Murcia, 1972), de quien ya reseñé hace unos meses, en estas páginas, su ensayo El hombre transparente. Cómo el “mundo real” acabó convertido en big data, y que en su última novela, Omega, publicada por la editorial pacense Aristas Martínez, pone ahora en ficción no pocas de las ideas que mostraba en aquel diagnóstico de nuestro tiempo digital. El protagonista y narrador es el marido y a la vez community manager de una cantante ficticia, Iratxe, que ha salido de Operación Triunfo y que un día empieza a recibir extraños mensajes de alguien que firma como “Omega” y que resulta ser Max, un biólogo con algo de profeta, que no puede parpadear, como alegoría de una sociedad forzada a visualizar sin descanso, y con quien el protagonista entabla una extraña amistad. El narrador, doctor en Bellas Artes, es alguien que se ha entregado a los nuevos medios aunque viva en una esquizofrenia entre su adicción subjetiva y su rechazo objetivo, pues ama a su mujer a pesar de ser consciente de lo inane de su música, sabiendo que la aceptación por las masas solo se consigue con “la pureza de un ingenio estéril o una sentimentalidad de parvulario, a veces las dos cosas juntas” y que el capitalismo basa su fuerza sobre “dos variables indestructibles: el infinito deseo y la estupidez humana”. De ahí su fascinación por Max, en quien intuye una extraña amenaza, la de una inteligencia que se rebele contra nosotros y sabotee la placidez de los dedos sobre los smartphones. La novela, que se hace algo corta, es una mina de sugerencias y reflexiones fulgurantes sobre nuestra contemporaneidad, como suelen ser los libros de Moreno.
Por su parte, Flores eléctricas para Kisuri, publicada por la editorial Ciencias Salvajes, es la última novela de Pedro Pujante (Murcia, 1976), uno de los mejores representantes españoles de un género como el de la ciencia ficción y que ya en 2013 nos sorprendió con El absurdo fin de la realidad, donde combinaba futurismo con costumbrismo e ironía. Su nueva obra nos sitúa en un inquietante entorno llamado La Residencia, que me recordó la miniserie Archivo 81, y donde seguimos los pasos de Hiruki, desempeñando misteriosos encargos que se mezclan con sus sueños, donde intuimos un pasado perturbador relacionado con la niña Kisuri, o con las extrañas imágenes de su televisor que nos hacen pensar en The Ring.
Quizás tenga algo Murcia, en la periferia de Europa y a la vez tan imbricada en la globalización con sus efectos más contradictorios (riqueza exportadora por un lado, destrucción medioambiental del otro) que la convierta en un observatorio propicio para imaginar visiones del futuro.
*Escritor