El Periódico Extremadura

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Ramón Gómez Pesado

Marionetas olvidadas

Hubo un tiempo en que no había serie que triunfara ni espectáculo que tuviera éxito si no estaba José Luis Moreno

Envueltas en un fuerte olor a naftalina, que emanaba de una maleta vieja, de ésas que nunca tuvieron ruedas, se oían voces dentro que gritaban por salir y ver in situ la suerte que había corrido el gran José Luis Moreno. Eran Monchito, Macario y Rockefeller, que pedían salir, por fin, de aquel sitio oscuro en el que llevaban injustamente encerrados hace ya mucho tiempo. 

Querían saber qué había pasado de verdad, sobre todo Monchito y Macario, porque a Rockefeller se le oía mascullar un «¡Lo sabía…, lo sabía…supuestamente, tooomaaa!» por lo bajini. Y se consideraban con derecho a saber, porque, a través de ellos tres, durante muchos años, José Luis había hablado intentando ocultar siempre su movimiento de labios tras los micrófonos mientras actuaba como ventrílocuo. 

Monchito era un niño que no tenía pelos en la lengua ni reparos en decir lo que le viniese en gana, como niño que era. Era el único al que Moreno trataba, de verdad, como si fuera su hijo. El niño, en sus comentarios y de manera graciosa, le recriminaba al ventrílocuo cualquier asunto irregular que llevaba en sus cuentas. Una posible verdad que, valiéndose del niño con voz angelical, José Luis convertía en chiste para que el público se desternillara de risa y pareciera, todo, una mentira inocente contada en boca de un niño. En realidad, José Luis no ha dejado de decir grandes verdades camufladas de mentiras por el humor, hábilmente utilizado por él a través de la pequeña pantalla. Se valía de sus muñecos de cartón para confesar, ante todos, pecados que abiertamente cometía y que, al momento, el público perdonaba con una abierta carcajada.

A través del cateto Macario, se valía el Moreno para piropear a las artistas, que perdonaban al instante cualquier improperio que se le ocurriera al ventrílocuo por ponerlo en boca del hombre cateto con boina que decía las cosas como le llegaban a su escasa materia gris, oculta tras su chapela. Al pobre e inocente Macario, con peto de pana y duro y negro vello en las piernas, le tenía que explicar todo como si de un niño grande se tratara. Y esa tierna inocencia de cateto bueno le gustaba al público, que se reía a carcajada limpia cuando, con la boca abierta, él y Moreno, decían aquello de «¡Qué contento estoy!». Era el pobre casi tan feliz como tonto.

Rockefeller, el cuervo, listo como él solo, era el que mejor conocía todo lo oculto que Moreno podía tramar. Y José Luis lo utilizaba para limpiar su conciencia, desvelando sus posibles facatúas a través del enorme pico naranja del pájaro negro con chaqué, quien relataba a los cuatro vientos las siempre supuestas fechorías de su amo quien, como si alcanzara el perdón al hacerlo público, se relamía satisfecho ante todos, recriminando al cuervo que cómo se le ocurría pensar eso de él. Era su propia conciencia la que hablaba con voz de cuervo y que, como siempre y muy hábilmente, convertía en humor para que a los espectadores les hiciera gracia y no se percataran, en absoluto, de que todo lo que Rockefeller decía, podía ser verdad.

Hubo un tiempo en que no había serie que triunfara ni espectáculo que tuviera éxito si no estaban tocados de la mano del gran José Luis Moreno. De pronto, el gran empresario, el gran artista de la televisión se ha, supuestamente, desmoronado, y lo mismo que no pudo burlar al gran «Torrente» en su intento de destruir Marbella, tampoco ha podido burlar a la justicia que, aunque lenta, acaba defenestrando y hace caer de las alturas a los que se enriquecen, supuestamente, de los demás de manera ilícita. Y al final del espectáculo, podría resultar ser el ventrílocuo incluso más frágil que sus propios muñecos de cartón, a través de los que hablaba, riéndose él primero de todos a los que siempre hacía reír.

*Ex director del IES Ágora de Cáceres

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