Estaban allí sentados los dos, debajo del enorme magnolio, en un banco de la ciudad que habito. Ella tenía esa edad indefinida en la que eres anciana, sin más, sin que importen mucho cinco años arriba o abajo. Llevaba el pelo blanco, con esa tonalidad azulada que te ponen los peluqueros como si fuera normal que el cabello tenga el color del cielo. Llamaban la atención sus manos delgadas y elegantes, con tres anillos de plata que brillaban mientras gesticulaba alegre al sol tímido de este octubre casi primaveral.

Él no aparentaba haber cumplido los veinte, con el aire desgarbado que tienen los adolescentes cuando están como los cachorros en pleno crecimiento, más largos que altos. El pelo rapado a la moda, como si llevase un gato acostado sobre los ojos. Llamaba la atención que se hablaban mirándose muy atentos, muy cómplices, sabiéndose parte de una pareja singular, riendo por quién sabe qué, como sumergidos en un mundo propio. Dos generaciones tan dispares y tan a gusto pasando la tarde al sol. En un momento dado él se ha puesto en pie y la ha sentado con cuidado en la silla de ruedas que estaba plegada al lado del banco.

Ha sonado el móvil.

-¿Qué pasa, tío? Qué va, imposible quedar esta tarde. Estoy aquí con una tía estupenda. La mejor compañía. Mañana si eso.

Los ojos de ella brillaban desde lejos, como entendiendo todo lo que había que entender a sus años, y dando gracias por la oportunidad de ver, por una vez, todo en su sitio.

-Vamos, abuela, que me invites a una caña.

Y se han ido calle arriba, a sus cosas y a sus risas. Y me he quedado pensando en la suerte de esa señora por sentirse querida y acompañada a esas alturas de la vida por alguien que hace que esté feliz. Y quería contárselo a ustedes en este día en el que hay tanto por lo que protestar, enfadarse y hasta maldecir. Pero eso será otra semana, que ésta prefiero quedarme con que a veces el mundo te regala escenas maravillosas en su simpleza.

Feliz lunes.

*Periodista