El Periódico Extremadura

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Antonio Papell

Tribuna abierta

Antonio Papell

Llega la época del electoralismo

Es fácil criticar el electoralismo, si por tal entendemos la actitud del político que da preferencia absoluta a su propio éxito

El próximo año 2023 estará cargado de consultas electorales en España. El próximo 28 de mayo se celebrarán elecciones municipales y autonómicas en las comunidades que accedieron a la autonomía por la llamada vía ordinaria del art. 143 C.E. (todas ellas salvo País Vasco, Cataluña, Galicia y Andalucía). En el caso de la Comunidad Valenciana, que gracias a la posibilidad que le brindaba la actualización de su Estatuto de Autonomía celebró elecciones el 28 de abril de 2019, coincidiendo con las generales, su presidente ha obtenido un dictamen jurídico que le permitiría retrasarlas un mes para hacerlas coincidir con las municipales del 28 de mayo. 

En 2023 tocan asimismo elecciones generales, ya que la Loreg (la ley electoral) dispone que las Cortes quedan automáticamente disueltas al cumplirse cuatro años de las anteriores elecciones, que fueron el 10 de noviembre de 2019, y que la disolución de las cámaras debe producirse 25 días antes (el 16 de octubre). Y como han de transcurrir 54 días entre el decreto de convocatoria y la cita con las urnas, las elecciones deberán tener lugar, si no se anticipan a criterio del presidente del Gobierno, el 10 de diciembre de 2023.

Las tres administraciones -estatal, autonómica y local- tendrán, pues, que examinarse ante el electorado, y como ya es habitual en todas las democracias, intentarán exhibir sus mejores galas en forma de logros y promesas, pero también de exigencias al Estado y de quejas airadas por los incumplimientos inversores de la instancia superior.

El despliegue electoralista se nos viene encima por lo tanto. El Gobierno de la nación tiene en marcha unos Presupuestos Generales del Estado 2023 que son selectivamente expansivos, lo que permitirá cierto lucimiento, ya que, gracias a la progresividad de las subidas de impuestos, se prestará ayuda a los sectores más desfavorecidos, en riesgo de pobreza o próximos a él. Asimismo, el mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones, como ordena la última reforma conseguida en el seno del Pacto de Toledo, tendrá efectos sobre los diez millones de pensionistas. 

Los otros dos niveles de administración pública, el autonómico y el municipal, ya han criticado severamente al Gobierno por esta política, que muy probablemente le rendirá gratitud de los beneficiados y votos de los electores. Pero se disponen a hacer lo propio: las ciudades están terminando a toda prisa las obras emprendidas para llegar a tiempo al 28 de mayo y permitir que los ediles las luzcan ante sus conciudadanos, y las comunidades autónomas combinan las quejas por la cicatería estatal con las propuestas de mejora de los grandes servicios públicos, que son de su competencia.

Ante este panorama, es fácil emitir una crítica fácil al electoralismo, si por tal entendemos la actitud de quien da preferencia absoluta a su propio éxito electoral sin preocuparse en absoluto del interés general. Pero el asunto no es tan simple: la democracia no es una entelequia abstracta sino un sistema profundamente humano, acorde con la naturaleza de sus protagonistas. Y si bien es cierto que lo que se ha de exigir a un político es que procure el progreso y el bienestar colectivos a medio y largo plazo, también hay que comprender sus ganas de agradar, ya que en ello le van el cargo y su medio de vida. 

En otras palabras, la democracia (que es el peor de los sistemas políticos, a excepción de todos los demás, según la inefable definición de Churchill) tiene, como todo lo humano, defectos y virtudes. Uno de sus defectos más evidentes es la dificultad de plantear proyectos a largo plazo, puesto que los políticos buscan el lucimiento a corto plazo, que les sea retribuido rápidamente en las urnas. Y una de sus virtudes es que, como los políticos tendrán que rendir cuentas cada cuatro años, harán lo imposible para ganarse la aprobación del electorado.

El estadista es el político al que le cabe el Estado en la cabeza y que es capaz de tener un proyecto a largo plazo de su función y del país en que vive y trabaja. Si todos los políticos fueran verdaderos estadistas, no tendríamos esta clase de problemas funcionales, estructurales. Pero la política la hacen en gran medida gentes comunes, como la mayoría de nosotros, por lo que a los electores nos toca estar vigilantes para aprovechar lo bueno y creativo del sistema y minimizar sus debilidades. El sentido común es buena herramienta en estos casos. 

*Periodista

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