Cuando aún no nos hemos librado de esta maldita pandemia de la Covid19, de la que tampoco acabamos de saber cuáles fueron las causas, de verdad, que la originaron, hablamos ya con absoluta y pasmosa normalidad del Covid persistente, es decir, de secuelas que, después de sufrir la enfermedad, siguen padeciendo más de un millón de personas a lo largo de la geografía española. Personas que tienen gran dificultad para moverse, otras con terribles dolores musculares y que presentan unos niveles de agotamiento muy intensos que a los especialistas les cuesta, incluso, diagnosticar.
Pero, a pesar de solidarizarme, sin excepción, con todos aquellos que les toca seguir luchando y padeciendo esos efectos persistentes de la pandemia del 19, no es exactamente a esos efectos, que desgraciadamente persisten después del Covid, a los que me voy a referir, sino a otros efectos, que también persisten, que no los curan los galenos, y que afectan a millones de personas.
Me refiero a la desatención absoluta y ninguneo persistente al que son sometidas cualquiera de las personas, que quieran acceder a los servicios de atención al público de una oficina de una entidad bancaria, o deseen hacer un trámite en cualquier Organismo del Estado a nivel local, provincial, regional o nacional. Desde el primer momento en que se nos confinó a todos en nuestros domicilios y, solamente se nos permitía, a las ocho de la tarde, salir al balcón para aplaudir y cantar alguna canción del Dúo Dinámico y Manolo Escobar, desde ese mismo momento, se frotaron las manos y terminaron de deshacerse de los molestos clientes en sus oficinas. Una cruzada que, en el caso de las Cajas y Bancos, ya habían comenzado hace tiempo permitiéndonos sólo hablar, dialogar y hacer gestiones con los cajeros automáticos.
Nació entonces, en el seno de las oficinas bancarias, lo que se vino a denominar «la cita previa». Una vez que nuestro dinero estaba bajo su poder, a nosotros sólo se nos permitía acudir a las oficinas previa «cita previa». Ya no valía acudir a las pocas oficinas que quedaban y tocar la puerta porque, aún para tratar un tema urgente, y aunque no hubiera un alma en la oficina salvo los cuatro trabajadores que quedaban tras sus exentos escritorios, no te podían atender si no tenías una cita previa.
Así que, aunque allí estuvieran todos tocándose los cordones de los zapatos, nadie hacía nada por ti, si previamente no habías previsto proveerte, por precaución, de la dichosa cita previa. Pero la tarea de conseguir una de esas citas no era, en realidad, una tarea fácil. Una vez que habías conseguido el número de teléfono para llamar, lo lógico es que alguien lo cogiera y respondiera al otro lado. Pero eso no era lo normal. Después de varias llamadas en las que los tonos del aparato se perdían en un agudo y continuo bip, bip, bip…, te armabas de valor para marcar de nuevo hasta que, después de siete u ocho intentos, conseguías que una voz, sin ninguna calidez humana, te fuera proponiendo opciones a elegir con el teclado del teléfono hasta conseguir, por fin, llegar a pulsar en el apartado que correspondía al de la cita previa.
En ese momento, y después de decir pausadamente, dos veces, los dígitos de tu carnet de identidad, porque en la primera vez no habías dicho el cero antes de la primera cifra, te decía la voz deshumanizada que todas las citas para ese día estaban ya dadas. Y, al decirte que lo intentaras otra vez, te salían involuntariamente sapos y culebras por la boca que el robot de voz que te atendía ni siquiera entendía.
¡Cuánto me acuerdo cuando relato esto, y recuerdo, entonces, con cariño, al profesor de Lengua del Instituto, cuando nos explicaba los artículos de Mariano José de Larra y nos leía aquello de «Vuelva Usted mañana»! Después de tantos años, al españolito de a pie, en la ventanilla, le siguen diciendo lo mismo, aunque algo ha cambiado. Ahora le dicen «¡Vuelva usted mañana, si puede, con cita previa!».
*Ex director del IES Ágora de Cáceres