Por qué al nacer nos proporcionan una identidad y no dos? La identidad es al cerebro lo que una aplicación al ordenador. Tú, a las dos horas de nacer no eres nadie en acto. En potencia, en cambio, eres Julián Torres Agudo o Ángeles de la Cruz Azpilicueta, por poner dos ejemplos de nombres y apellidos latinos. 

Tus padres acuden al registro civil y dicen: –Venimos a inscribir a Agapito Gutiérrez de la Gándara. A partir de ese instante, tus progenitores te empiezan a llamar Agapito y, poco a poco, esa aplicación (ese software, diríamos) se va instalando en tu cerebro (que equivaldría al hardware) al modo en que un programa de música se instala en las tripas del teléfono móvil o de la computadora. 

La aplicación de la identidad arrastra otras muchas: la de que eres español, por ejemplo, y, más concretamente, de Murcia o de Bilbao. Incluye asimismo la de que eres hijo de Fulano y Mengana (o viceversa), que pesaste al nacer tres kilos y medio, etc. Más adelante, añadiremos que eres electricista o neurólogo o experto en ventas por correo y quizá de izquierdas. En la plenitud de la vida, esa aplicación funcionará con la eficacia de la de un Google Maps: te llevará donde quieras. 

Pero a medida que se deteriora el hardware, se estropea la identidad. Olvidas cosas de tu infancia, de tu juventud, te cuesta recordar el número de teléfono de la antigua casa de tus padres. En casos extremos, como el del Alzheimer, ni siquiera sabes que naciste en Murcia o en Bilbao y que te gustaban los boleros y la tarta de manzana. La aplicación, en fin, pierde eficacia, quizá porque el soporte se le ha quedado viejo, qué le vamos a hacer. ¿Por qué, entonces, si la identidad no es más que una mera aplicación (y fragilísima, por cierto), no nos proporcionan al nacer dos? 

Que uno pueda ser simultáneamente Manuel Bolaños de la Rosa y Maruja Lesmes Utrilla. Incluso que con una de esas identidades puedas ser español y, con la otra, sueca o finlandesa, lo que elijas al alcanzar el uso de razón. No hay motivo alguno para negar esta duplicidad que enriquecería nuestras vidas miserables y cortas. Si la identidad es una convención, y parece que sí, no caigamos en la mezquindad de conformarnos con una. H

*Escritor