Opinión | Extremadura desde el foro

Enemigos

No me ha gustado en absoluto el jaleo esta semana a cuentas del premio a Ayuso

Pasado el ecuador de la década de los noventa, visitó la que entonces era mi facultad el magistrado Baltasar Garzón. El juez «estrella» (una popular categoría creada casi ad hoc por los casos mediáticos en los que intervino) llegaba, realmente, a territorio comanche. Poco se había entendido en los círculos académicos y universitarios su arriesgado y breve (también frustrado) paso por la política, en aquellos años en los que se empezó a debatir con intensidad sobre la politización de la justicia (aquí hay que reconocernos a todos cierta temprana inocencia, si comparamos aquella coyuntura con el lúgubre panorama actual). La corrupción y la crispación nos golpeaban a diario desde los periódicos, haciendo irrespirable en no pocas ocasiones la vida pública.

Así que el ambiente era de todo menos propicio. Estudiantes de derecho y economía nos agolpábamos en aquella aula magna, con ganas de polemizar y muchas espadas en alto. A una tensa espera siguió un sonoro murmullo cuando entró Garzón acompañado de las autoridades universitarias. Después, una hora y pico de conferencia donde todo lo que se produjo fue un respetuoso silencio. Que, eso sí, sonoramente se rompió cuando el rector anunció que no habría turno de preguntas (el momento estelar para los que estábamos abajo). El escaqueo del juez fue respondido con una unánime pitada y gritos con apelaciones a que la democracia se nos aplicaba a todos. No hubo más. Ni reproches ni gritos. Mucho menos, cercos. Garzón desde luego no ganó ningún adepto para la causa aquel día. Pero fue escuchado.

Tampoco conviene caer en la afamada trampa de la nostalgia. El baúl estará lleno de buenos recuerdos, pero es evidente que ni aquella generación era un dechado de virtudes ni creo que los universitarios de ahora tengan una menor conciencia social (más bien al contrario). Jugar a las comparaciones puede ser divertido, pero suele conducir sólo a conclusiones erróneas (y, sobre todo, sesgadas). Culpar exclusivamente a los estudiantes (reflejo de lo nosotros somos… y fuimos) del bochorno de esta semana en la Complutense es mirar sólo el dedo en vez de la luna entera.

Ya lo podrán adivinar, pero no, no me ha gustado en absoluto el jaleo esta semana a cuentas del premio a Ayuso. Como no entendí en absoluto, y así lo denuncié, aquellas grotescas estampas de 2018 que se dieron cuando el presidente Vara se presentó en la universidad de Extremadura y todo lo que recibió fueron insultos, gritos y exabruptos. Tampoco era aceptables. Nada. Y, con todo, este par de frases no debieran tener cabida en esta columna. 

¿Por qué? Porque para defender que los ataques están objetivamente mal no hace (no debiera) falta el carné de independiente, equidistante o moderado. No debiéramos intentar explicar, o peor justificar, de qué lado estamos o de qué pie cojeamos. Primero, porque no va a servir de nada. Pero sobre todo, porque no importa. Todo se basa en que somos personas libres en un sistema que fomenta, precisamente, nuestra independencia como expresión de la dignidad personal. Como decía esta misma semana Mercedes Barona en esta cabecera «si antes de dictar una sentencia (o presentar una información) todo el mundo conoce tu ideología y sabe qué vas a decidir, a lo mejor deberías dedicarte a otra cosa». Ella hablaba de respeto profesional y yo (supongo que me admitirá la licencia) de principios. ¿De verdad nos cuesta saber si algo está bien o mal en función del interés o adscripción política de quién lo sufre? ¿No sabemos diferenciar violencia política de la coacción simple y pura? Cuando justificamos hechos solo por interés ideológico creamos peligrosos precedentes para los que debieran ser valores comunes.

Se valora más coincidir gregariamente en el discurso que mantener un espíritu crítico

El problema de las políticas del blanco o negro es que salen rentables. Crea posicionamientos que parecen, en principio, inocuos. Un tuit, una foto, un discurso mal hilado. Una forma de «fidelizar» a los tuyos y crear sentido de adhesión.

Pero es una forma de inyectar fanatismo. Creamos enemigos en el de enfrente, con los que convivimos. Con el que simplemente tiene una opinión distinta. Se valora más coincidir gregariamente en el discurso que mantener un espíritu crítico. Parece habitar el enfrentamiento donde antes nos enorgullecía que hubiera confrontación de ideas.

La realidad es que el enemigo está fuera de nuestras sociedades, donde existe un pacto que defiende principios básicos, que compartimos una amplia mayoría. De una forma casi natural. Y después, los validamos en la forma de gestionar política o económicamente

La construcción de una sociedad exige la comunión de muy diversos perfiles en función de una premisa básica: una mejora de la convivencia y nuestra forma de vida día a día. Las enmiendas a la totalidad a personas y grupos, con los que se comparten objetivos finales, sobran.

*Abogado, experto en finanzas

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