Opinión | una casa a las afueras

Hijos de la bruma

¿Qué nos pasa que hasta la prensa rosa vive su más triste madrugada? La indiferencia llama a la indiferencia

Parece que en el aire flota una pesada sensación de falta de motivación o interés por las noticias de cariz político; en su lugar la gente anda buscando motivos reales para salir de casa con la dosis de entusiasmo necesario para no desmayarse en el primer esquinazo de la calle. 

Un kiosquero me decía esta mañana que el montoncito de revistas del corazón también se ha congelado, que no interesan los motivos por los que Tamara pasará por el altar por mucho que nos hagan creer que la chica cotiza al alza en las mazmorras del pensamiento naif. 

Ya hemos perdido el interés hasta por el cotilleo. Es un frasco vacío del que no se extrae más esencia que el de la fruta podrida. El encantamiento que provocaban las vidas chocolateadas de marqueses de salón, profesionales «flor y nata», cualquier pomposo «floribond» del Ritz, o la nobleza provinciana que de forma inaudita rula todavía casposa en la sección de fina-sociedad de la revista Hola, ya no contentan a nadie, es más, nos parecen migajas de la decadencia mundana.

¿Qué nos pasa que hasta la prensa rosa vive su más triste madrugada? La indiferencia llama a la indiferencia: ¿qué puede haber de interés en las fiestecitas de famosos, cantantes, futbolistas, cocinillas y toda esa vía láctea de efímeras influyentes que viven de la embriaguez del instante? Bebedores de espejo tiene como habitantes la fama y las noches ya apagadas del champán y el brillo de antes. Un decorado ahora demolido por cansancio de tanta facilidad amorosa y de tanto divorcio alegre. 

Son todos hijos de la bruma, muñecos de madera remolinantes que van de excursión a los bajos fondos de la exclusiva para regalarse un casoplón en el tiempo que dura un estornudo mientras los desclasados soñamos con tener para ir tirando y no deprisa precisamente. 

Los telediarios se van llevando a diario las ilusiones de la vida; se hinchan a noticias desoladoras los primeros quince minutos para terminar con el «floribond» de turno de las pasarelas, del cante o la farándula. Lejanos tiempos aquellos en los que el noticiero llevaba hechuras de frac y donde el mundo convulsionado con sus guerras no se mezclaba con las tres estrellas Michelín o la tomatina.

El salseo se ha posado en los labios de Vicente Vallés o Pedro Piqueras al igual que el desmembramiento de un cuerpo o la muerte de tres jóvenes en un piso por culpa de un brasero recalentado. 

La objetividad también está chamuscada, como el crédito de Isabel Preysler, su cutis y su cuenta bancaria. Algún fallo del corazón. A ver ahora donde pone el olfato para empezar de nuevo a respirar ya que el efecto oxígeno de su hija Tamara se ha marchitado antes de tiempo vendidos sus pretendidos talentos a golpe de talón. Su nombre presagia el empacho de bodas, bautizos y todas las coronitas que asigna el reinado de Hola.

El sol declina en todas partes, es la enfermedad del desgaste. El pedrerío del corazón tiene dentro todo el polvo y la ceniza, la hojarasca… es como esa cigüeña que llega cansada de un largo viaje y encuentra ocupado su campanario.Es como ese vagabundo que duerme bajo la débil arquitectura de una caja de cartón, desarmado, congelado y observa cómo pasamos a su lado sin una triste caricia vocal. Junto al metro hay una anciana acurrucada, hecha un nudo de frío y desarraigo con una lata para los euros y un cartel que dice «No me olvides». 

Mientras, en la televisión y en los móviles la gente viendo desfiles, ocurrencias y poses de cualquier pusilánime «floribond».

Vivimos en una atmósfera de no-pensamiento, de frasco vacío, rodeados de una floración de vulgaridad y falta de elegancia, una vida social sin delicadeza, de talento exprés con chillido de chirigota. Nos llegan de lejos otra vez los ecos de la urna fatal, la mesa con guirnaldas de papeletas.

* Periodista

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