Se cruzarán con ellos, no lo duden. En algún parque, sentados en un banco, o en un portal, o en cualquier calle. A veces, en la puerta de una iglesia, como parte del decorado, con la mano extendida, y cara de pena, o de hastío, o de nada. Es posible que no les hayan prestado ninguna atención, como quien ve un coche más y pasa por delante llevado por la fuerza de la costumbre y de la indiferencia.
Nos resulta más fácil hacer como que no los vemos, creer que nuestra vida no tiene nada que ver con la suya porque somos más formales, listos, afortunados o trabajadores, y que si se ven así, algo habrán hecho, igual lo tienen merecido, a saber en qué andan metidos.
Esta mañana, sin ir más lejos, había un grupo de cuatro al sol, en un banco, bebiendo a morro de un cartón de tinto, charlando animadamente, impasibles al frío y a que era una hora más propia de café que de morapio.
Uno llevaba un abrigo que en otro tiempo casi seguro colgó en un despacho de una oficina o un banco. Traslucía cierta educación en sus maneras, aunque su voz sonaba a graznido de cuervo, rota por la vida en la calle o quién sabe qué circunstancia. Otro dejaba ver unos brazos tatuados: amor de madre, sirenas, dibujos hindúes y una amalgama de símbolos con tinta de un azul desvaído y con aspecto de haber sido elaborados por algún colega con más ganas que oficio.
Ella llevaba el pelo de todos los tonos que van desde la cana al amarillo pollo, las manos cubiertas con unos mitones que dejaban ver unos dedos que, sumados, ya habían cumplido los 60 hace tiempo.
Las vidas pueden fracasarse de muy diferentes maneras y que, a veces, por un segundo se dejan ver
El cuarto no tendría más de 20 años; se balanceaba delante y atrás sin parar, como siguiendo una música sólo audible en su cabeza, vestido con un pantalón vaquero que dejaba una rodilla mugrienta al aire.
¿Cómo me he percatado de tanto detalle, por qué los describo uno por uno y por qué aparecen hoy en esta columna? La razón es simple: me he fijado a conciencia en ellos, tratando de retener sus rostros y los detalles de su apariencia que los hacen especiales. Porque quería recordarme que hay otras vidas diferentes a las nuestras, con las que posiblemente no nos crucemos, pero en la misma ciudad, junto a nuestras casas, personas que han perdido trabajos, o amores, o con enfermedades mentales no tratadas… o simples perdedores que tratan de aguantar un día más, en medio de sus propias batallas, ajenos a lo que no sea comer algo, beber algo, seguir calientes o no pasar demasiado frío.
Y no hay moralina ni consejo, sólo la constatación de que las vidas pueden fracasarse de muy diferentes maneras y que, a veces, por un segundo se dejan ver.
Feliz lunes.
@merbaronam
* La autora es periodista