Ayer pasé por la plaza de mi pueblo y ya no estaban allí. Ni el agua ni la fuente ni los bancos ni las papeleras ni siquiera el canto de los pájaros.
Desde tiempo inmemorial, en el centro de la plaza de cada pueblo habitaban árboles. Bajo su fresca sombra, sus brazos de ramas mágicas y protectoras se celebraban fiestas, mercados, verbenas, se escuchaban los bandos del señor alcalde en forma de pregón, se rezaba a las vírgenes, se paseaba con el señor cura, se tomaba un anís en el casino antes ir al campo a las tareas.
La presencia de estos árboles se convertía en símbolo identitario de los vecinos del lugar con el territorio.
Pero el frenesí político y el afán por urbanizar el encanto de los pueblos ha hecho que algunas plazas pierdan su encanto y han sido devoradas.
Hay quienes plantan y cuidan de los árboles, fuente de vida para el futuro, y hay quienes cultivan la utopía de un jardín entre nosotros, en cada patio, en cada plaza y en cada pueblo. Pero hay quienes pisotean ese fugaz sueño de espejismo y verdor, la belleza de lo cotidiano.
La plaza donde crecimos, el crotorar de las cigüeñas, el rosicler de la tarde… todo era felicidad ahora arrancada, desleída, ya no es un mundo dentro de otro mundo. El color oro del otoño ya no será el lugar de los amoresy las golondrinas.
Me pregunto qué se verá desde los soportales de la que fue mi plaza bonita, qué se escuchará ya sin la fuente chorreante y sin los paseantes, pues sin la sombra de los árboles hermanos ¿quién querrá pasear o detenerse a mirar la torre de la iglesia?
Ya no será como un árbol mi plaza. Ni tendrá la sabiduría natural para una alegría perenne.
Los árboles son maravillosos. Transforman el dióxido de carbono en oxígeno, algo esencial si pretendemos respirar… Los árboles crean redes con otros árboles y pasan a la acción si se sienten amenazados… los árboles pueden seguir creciendo de mil formas diferentes aun cuando los dejan fuera de combate.
Por si en la casita municipal donde habitan los políticos de Don Benito no lo sabían, hace cuatrocientos millones de años que existen los árboles y cuando ellos se vayan del Ayuntamiento seguirán existiendo y vendrá alguien que repoblará la plaza y los árboles no se acordarán de semejante rapto, no tienen rencor en sus raíces… En estos cuatrocientos años han adquirido gran sabiduría y se han convertido en maestros de la adaptación, la supervivencia y la prosperidad… en cambio… los humanos nos limitamos a arrancar de cuajo el patrimonio que no nos pertenece, que es de la tierra.
Deberíamos aprender del tejo, el árbol de la paciencia, de la magia. O mejor del álamo, el árbol que se apoya en los demás, que se esfuerza por conectar con los demás. Podríamos también aprender del olmo que no se avergüenza de pedir ayuda en situaciones delicadas; como el endrino nos convendría tener un plan B y, sobre todo como el arce, amar el lugar donde vivimos; cuidar nuestro interior como sabiamente hace el nogal o mirar el lado bueno de las cosas como el castaño; ser creativos como el acebo; vivir el presente que es lo que mejor hace el cerezo.
El que más me gusta de todos es el olivo que da sin esperar nada a cambio
La vida es un camino y si bien no todo sale como esperamos, debemos aprender de los árboles que saben bailar bajo la lluvia, seguir la corriente al viento enfurecido, morir erguidos y con dignidad tal y como el alcornoque, que gracias a su resistencia es un rey entre los árboles o el abedul común que no busca destacar, su trabajo es ser humilde y dejar que un nuevo bosque siga adelante sin él… justo lo que deberían hacer los promotores de este arboricidio.
* Periodista