Opinión | A la intemperie

Un muchacho de quince años

Somos los libros que leímos a los quince años…

Un muchacho de quince años.

Un muchacho de quince años. / El Periódico

A mis quince años no era yo. O, si lo era, no lo he vuelto a ser. A mis quince años estaba yo en sementera. Estaba en la edad de los deslumbramientos. Al menos, eso creo ahora que ya no creo.

Rosalía Perera -cuyas letras gozan ustedes cada semana- lo tiene escrito: «En mis estantes hay más de ocho ediciones de Mujercitas, cuatro de Cien años de Soledad, otras tantas de Cronopios y Famas…». Lo cuenta y se cuenta. Se cuenta así misma, enseña sus cartas, los materiales de los que está hecha por dentro. Yo, a estas alturas, he renunciado a leer a Julio Cortázar; lo intenté con Rayuela y casi enfermo.

Somos, a la manera cervantina, hijos de nuestras obras. Escoger lecturas, sea por caso. Escoger lecturas a la edad de los deslumbramientos. Las lecturas que nos sostendrán a lo largo de la vida. Las que nos definirán. Al menos, en eso, sí creo. No creo en los horóscopos ni en la quiromancia. Ni siquiera en el homo criminalis de Lombroso… Algo creo en lo que enseña la manera en que firmamos y, muy especialmente, en lo que dicen de nosotros las lecturas que leímos a los quince años. A los quince, año arriba, año abajo. Pongamos, entre que tenemos las entendederas despiertas y poquísimo más allá de los veinte. Somos exactamente lo que leímos entonces. Bajo las alas inmensas de aquellas primeras lecturas vamos viviendo. Ellas son el alma mater de cuanto vino después. Y sí, lo creo firmemente. En ese íntimo misterio se esconden las razones, las virtudes y hasta los pecados de cada ser humano. Eso creo.

En mi casa había libros de esto y lo otro. ¿Por qué elegí unos y deseché otros? ¡Quién lo sabe! Con motivo de no sé qué (quizá un cumpleaños) mis padres me regalaron un cajón de libros de esos que, entonces y ahora, atienden por juveniles. Julio Verne, Emilio Salgari… No los leí… ¿Por qué? No lo sé. Si acaso un vistazo y puerta. Cuatro páginas… En los estantes, Nada de Carmen Laforet. Tampoco. Tengo una amiga a la que Nada le cambió la vida. A mí, Nada se me quedó en nada. La lista de descartes es larga. Larguísima. El caso es que aquello pudo ser de otra manera, pero a mí se me cruzó Vida de Don Quijote y Sancho de Miguel de Unamuno y me embistió con tal ímpetu que aún me sangran las heridas. ¡Qué extraño hechizo en aquellas letras para que así me embrujaran! Pude ser hijo de otro, pero soy hijo de Miguel de Unamuno, de la razón exaltada, del ansia de liberar el sepulcro del caballero de rocín flaco. Hijo de una edición barata de Austral... Y así sigo.

¡Qué extraño bebedizo en aquellas letras para que así me embrujaran!

Todos hablamos de nuestro libro, aunque lo haya escrito otro. Nos gustan los libros que se nos parecen y, al final, tratamos de parecernos a los libros que nos gustan. Al menos a los que nos deslumbraron. En mi caso, Unamuno y Valle Inclán. La razón exaltada y el verbo florido. Vida de Don Quijote y Sancho y Sonatas, los libros que me deslumbraron a mis quince años. Y un tercero, Bravura de Curro Meloja. Con ellos ya tengo para ir y venir toda una vida. Al fin y al cabo, vivir es volver. Volver a los lugares donde fuimos felices, a los libros que nos hicieron (felices). A mi edad ya no estoy para enredos. Me hubiera gustado leer (y entender) a Cortázar… Decía Borges sentirse orgulloso de lo que había leído, no de lo que había escrito… Y sí, he ido acumulando distintas ediciones de Vida de Don Quijote y Sancho. De aquella edición de Austral que acabó deslomada a estas de ahora va un trecho de casi cincuenta años. Aún las conservo. Las conservo porque son carne de mi carne y aliento de mi espíritu. 

*Abogado

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