Opinión | desde el umbral

Fotos

Mis actuales circunstancias familiares me llevan a disparar decenas o centenares de fotos cada día. El tiempo vuela, y uno trata de sujetarlo al captar ciertos instantes que parecen significativos, que emocionan, que gustaría conservar de por vida y sobre los que se teme que puedan diluirse en la memoria. Como somos hijos de esta época que nos ha tocado vivir, las fotos las tomo mayoritariamente con el móvil, que siempre está a mano. 

Y llega un momento en que el teléfono advierte de que no puede almacenar más fotos, de modo que hay que vaciarlo y guardar esas fotografías en el ordenador o en otros dispositivos de almacenamiento externo. Al final, se vuelcan gigabytes y gigabytes de imágenes entremezcladas en una suerte de cajón de sastre al que se accederá muy de cuando en cuando, porque todos los días se van generando más y más fotografías nuevas que acaban ocupando el lugar que tenían las anteriores. 

La inmensa mayoría de todas esas imágenes puede que no lleguen a verse más, una tras otra, hasta dentro de años. Y, pensándolo bien, es una auténtica pena. Pero, cuando la abundancia de material alcanza esas dimensiones, es lo que suele ocurrirnos a todos. Porque lo poco se abarca fácilmente y lo excesivo es difícil de asir hasta cuando lo pretendemos.

En paralelo a lo que comento, durante los últimos 7 meses, he ido haciendo una o dos fotos de momentos especiales con una cámara Polaroid de esas que ahora triunfan en el mercado por el gusto por lo retro y lo vintage que se ha ido popularizando a lo largo de los últimos años. Y resulta que este puñado de fotos sí lo veo a diario. Son una serie de instantáneas que tengo colgadas de un cordel y sujetas con pinzas en un lugar en el que, además, se contemplan sin necesidad de tener que buscarlas activamente. Cuando las miro, me vienen a la mente los maravillosos álbumes que mis padres fueron completando con fotografías de momentos de la infancia de mi hermano, hermanas y de la mía propia. Y no puedo evitar pensar en que el recuerdo se conserva mejor en papel, y en que el desarrollo de la tecnología, que es una bendición en algunos aspectos, puede también provocar el borrado completo de toda una memoria de vida en un instante. 

Habrá quien arguya que el papel también se puede resquebrajar y quemar. Y no le faltará razón. Como tampoco le faltará a quien apunte que suelen dejar de funcionar más dispositivos de almacenamiento electrónico que casas se incendian. Los chips y los circuitos son fiables hasta que dejan de serlo. Y el papel viene conservándose desde hace milenios. Y la cosa es que estamos tan confiados y embelesados con la nueva modernidad, que, aun siendo conscientes de que nuestra memoria visual se puede evaporar en apenas un segundo, ni siquiera nos esforzamos por hacer una copia de seguridad de una parte de nuestros recuerdos en papel. Como si no supiéramos que las nubes siempre acaban esfumándose...