En los últimos años ha ganado popularidad el sustantivo «relato», no porque haya aumentado el número de lectores de narrativa breve (ojalá), sino porque es el vocablo de moda en los medios para referirse –por lo general de manera peyorativa– a las estrategia de los políticos a la hora de persuadir al electorado en su beneficio o bien para transmitir un discurso que embosque un fracaso, léase tras unas elecciones.
Pero no se alude a esa estratagema como «relato político», sino solo como «relato», sin adjetivo, apropiándose en cierto modo de un sustantivo que por tradición venía a referirse a una historia literaria breve.
Pues bien, ahora que todos andamos inmersos en el relato político, y más ahora que venimos de unas elecciones municipales y autonómicas y tenemos a la vuelta de la esquina las generales, siento el deseo de defender el relato de verdad, el literario, al que los anglosajones llaman short story, el mismo que a gente rara como yo nos ha hecho la vida más amable.
Me refiero a esas narraciones breves de temática diversa que hunden sus raíces en la noche de los tiempos, si bien ganaron fuerza y establecieron su andamiaje en el siglo XIX. Esas perlas literarias escritas para hacer las delicias de mayores (Edgar Allan Poe, Chéjov, Tolstói, García Márquez, Cortázar, Borges, Quiroga, Denevi, Carver), pero también de los pequeños (Perrault, Hermanos Grimm, Collodi, Hans Christian Andersen, por no hablar de los cuentos anónimos).
Se publican hoy muchos y buenos libros de relatos cortos de autores vivos, con gran sacrificio por parte de escritores y editores, sin que reciban la atención que merecen.
Ahora que las pantallas y las imágenes dinámicas se han adueñado del mundo, empezamos a ser anacrónicos quienes aún rendimos pleitesía a este bendito género literario. Siempre nos quedará el orgullo de morir con las botas puestas y un libro en las manos.
*Escritor