Opinión | una casa a las afueras

Anaïs en el jardín

Debería esta desconexión convertirse en oportunidad para que los partidos revisen su lista de valores y creencias

En el diario de Anaïs Nin una de sus anotaciones viene a decir que sufría verdadera obsesión por tener que desgastarse en beneficio de otros hasta el agotamiento físico y material. Seguro que, en esta hora difícil, muchos se identifican con este sentimiento de quemazón interna e insufrible dada la cantidad de abismo que tras él se esconde.  

Y es que por mucho que los seguidores de cualquier opción política se empeñen en justificar, blanquear, adornar y exculpar los errores tácticos del líder, la rueda del sentido común gira para todos y el destino acaba ejecutando su veredicto. Así pues, no quemarse por alguien que antes o después te va a dejar colgado del guindo parece más que razonable no ya por salud física o mental sino por instinto de supervivencia.  

En cambio... no aprendemos. Parece imposible entender a quien considera que viene a este mundo a dejar esa especie de «huella de dios» en la tierra movediza de la política, por otro lado, algo tan poco espiritual... «durar, dejar huella». 

Entonces es cuando el escozor o sarpullido que suele emerger tras unas elecciones, según el color, se desborda; se dibuja en la piel, los ojos, en los gestos y sobre todo en la apagada voz que deja de ser palabra expelida por los pulmones para convertirse en un sonido similar al de una herida en el viento. 

Es cierto que estos días el horizonte trae color de oscuridad, de luna menguante, pero el tiempo de altas espigas llegará tras esta pieza de verano. 

Esta semana hemos observado a muchos políticos con caras enfermas que tragan todo lo que haya que tragar, aunque no lo asimilen y se dicen a sí mismos: es técnica. Sí, eso que Fernández Vara tras la noche amarga del 28M entendió que era puro concepto romántico de lealtad, pero...a ¿quién? 

Esa noche sus ojeras infundían hasta lástima. Sin duda fue elegante al verbalizar su responsabilidad en la derrota, temperado, sin atisbo de la altivez y envanecimiento que 24 horas después mostraban sus gestos y palabras. Porque ahí sí, ahí ya había palabras concretas, firmes, nacientes de una mala noche de autoevaluación y ¿discernimiento? 

Dudo mucho de esto último puesto que la templanza, que viene a ser hermana de la sabiduría, tarda en florecer, no es fruto de la impaciencia o la llamada del jefe, en este caso un narcisista de manual, y no veo a Vara mirándose en el mismo espejo de Sánchez salvo para mayor gloria de éste. Justo aquello que obsesionaba a Anaïs Nin: desgastarse por otro hasta el agotamiento físico y material. Entiéndase por material, en el caso de Vara, su crédito político. 

Una cosa es el sentido de la responsabilidad y otra bien distinta la obediencia debida. Son esas trampas que la política cortoplacista va poniendo en el camino y que llenan de hostilidad el cometido de cualquier cargo público, que a quien debe lealtad es al ciudadano no a los chicos del coro. Eso crea grietas fatales en la confianza y credibilidad que tan a gala llevaba Vara en su trayectoria, pero que quizá a partir de ahora sean sólo palabras gastadas. 

Y peor aún si a estas alturas no ha sabido detectar que se pone al servicio del narcisista mayor que haya dado la política contemporánea: Pedro Sánchez. Alguien que vive de la autoimportancia y una autoestima desadaptativa. Su patrón de grandiosidad es interpretado por muchos socialistas como preocupante por el nivel de desconexión que esto ha generado con las bases. Y es que tal y como indican los expertos, poco a poco ese patrón acabará desembocando en aislamiento.  

Debería esta desconexión convertirse en oportunidad para que los partidos revisen su lista de valores y creencias. Siempre queda la opción de hacer como Anaïs Nin, dedicarnos a cultivar nuestro propio jardín, dejar de tener la sensación de que todo es demasiado pequeño o ya es demasiado tarde.

*Periodista

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