No seré yo quien defienda las cualidades de la ley educativa vigente (ya he opinado mucho al respecto), pero tampoco puedo defender que las leyes se sucedan una tras otra, como consecuencia de haber nacido sin consenso. Después, pasa lo que pasa, que se celebran elecciones y el resultado marca las directrices de las nuevas leyes y la derogación de la anterior, y así andamos, desnortados, comenzando cada curso sin saber muy bien qué camino tomar.
"Falta no solo una voluntad de acuerdo entre los partidos, sino también la valentía de mantener lo que sí funciona
En los medios de comunicación aparece ya la noticia de que la Lomloe está amenazada si cambia el gobierno, pero sea como sea, en septiembre tenemos que programar el curso y empezar a dar clase de la única manera que sabemos, por encima de ocurrencias y apartando obstáculos.
No sabemos qué vendrá, y lo que es peor, no sabemos cuánto durará, si cuatro años, toda la vida, o hasta que un partido suceda a otro y el sistema vuelva a cambiar.
Es increíble que no haya consenso en un asunto tan importante como la educación de un país entero, una palabra que engloba no solo a los alumnos sino a los padres, a la sociedad que en teoría debe prepararse para el futuro. Es increíble también que la selectividad esté cambiando hace años, y que nunca se concrete qué aspectos se modifican ni cuándo, ni cómo debemos empezar a preparar a nuestros alumnos de segundo de Bachillerato ni para qué.
Falta no solo una voluntad de acuerdo entre los partidos, sino también la valentía de mantener lo que sí funciona (por ejemplo, bajar el número de alumnos por aula) y apartar lo que es solo ruido y aspaviento, sobreexposición mediática y ganas de hacer el tonto. Solo hay que ver la ola imparable de publicaciones en las redes sociales (lo que no aparece allí es como si no se hiciera): aquí estoy yo, explicando polinomios, por ejemplo, que poco aportan al día a día y sirven más como escaparate de vanidades que como medio de compartir experiencias. Lo que importa, lo que de verdad importa, que es formar a nuestros hijos, a nuestros alumnos, para un mundo cambiante en el que tendrán que lidiar con la frustración y el desánimo de no conseguir todo lo que la sociedad ofrece a manos llenas, eso, se trabaja poco.
Enseñarles que no podrán comprar todo, tener todos los likes, gustar a todo el mundo, por ejemplo. Darles las herramientas para que hablen en público, comprendan lo que leen, se expresen por escrito de una manera fluida, para que no vayan por la vida con las orejeras puestas, sumisos ante la manipulación que los aguarda en cada esquina. Todo eso, tan abstracto, tan concreto. Pero cada ley educativa nace como nace, dura lo que dura, y aquí seguimos, otra vez en junio, acabando un curso lleno de incertidumbre, y camino de otro en el que todo puede volver a cambiar, salvo la inútil protesta de pedir un consenso, un acuerdo, una ley que apele al sentido común, y no a la modernidad trasnochada de una pedagogía de baratillo.