Para escribir esta columna tuve que hacer una pausa en la larga corrección de unos 120 exámenes de literatura infantil. Si en algunas carreras a los profesores agobia la escasez de alumnos, en Educación Primaria e Infantil la situación es la contraria: grupos superpoblados y por otra parte muy desiguales: año tras año, diría que un 20 % de los estudiantes muestran una vocación innegable y serán buenos maestros y maestras, mientras que un 80 % tendrá que madurar con la práctica, o dedicarse a otra cosa.
Tanto en los exámenes como, sobre todo, en los trabajos que hubieron de hacer, valoré el conocimiento que mostraban de libros para niños que no fueran los de siempre, Caperucita y compañía. Por supuesto, todos conocen al Elefante Elmer y al Monstruo de las Emociones, pero siempre lamenté la escasez de autores españoles citados, más allá de Gloria Fuertes. Es poco conocido que España comenzó, desde principios del siglo XX, a desarrollar una literatura infantil innovadora y de gran calidad, que quedó silenciada tras la guerra civil, cuando el franquismo impuso sus libros tipo Flechas y Pelayos, producción basada en un adoctrinamiento del que algunos parecen nostálgicos.
El monumental libro La literatura infantil y juvenil del exilio republicano de 1939, de Berta Muñoz Cáliz y María Victoria Sotomayor Sáez, publicado en la Biblioteca del Exilio de la Editorial Renacimiento, aspira a la “recuperación de este inmenso caudal de creaciones que nos pertenecen”, el de una literatura infantil escrita por quienes tuvieron que salir de España, pues no se olvide que el colectivo de maestros fue uno de los que sufrió una represión más cruel por parte del franquismo. Dividido por países de acogida, se revisa el teatro infantil de Concha Méndez, Magda Donato y Salvador Bartolozzi en México, con obras aquí desconocidas pero que cosecharon un gran éxito en aquel país, como Pinocho en el país de los cuentos. Un teatro educativo pero muy divertido para los niños pues, como decía Donato, “lo que aburre no convence ni aprovecha”. En cuanto al madrileño Antoniorrobles, célebre autor de cuentos ya antes del exilio pero cuyo republicanismo hizo que se le silenciara en España, aparte de su prolífica obra de cuentos, valdría la pena que los maestros de hoy en día conocieran su ensayo El maestro y el cuento infantil publicado en La Habana en 1958. Destaca también una obra como El libro de oro de los niños, compilado por Benjamín Jarnés.
Imposible resumir en tan poco espacio la riqueza del panorama que nos descubren Muñoz y Sotomayor. En Argentina, desde las novelas de Elena Fortún protagonizadas por la niña Celia (que han sido reeditadas recientemente por Renacimiento, con cierto éxito) o los cuentos infantiles de María Teresa León y las adaptaciones teatrales de su marido, Rafael Alberti, a los proyectos editoriales de la extremeña Carmen Muñoz Manzano, en colaboración con su marido, el gallego Rafael Dieste; en Cuba, con la renovación de la teoría y la práctica de la literatura infantil que realizó el manchego Herminio Almendros, que había sido amigo del matrimonio Freinet, Célestin y Elise, renovadores de la pedagogía en Francia; la actriz y dramaturga Lupe Pérez en Costa Rica; los cuentos de Mario Arnold en Venezuela y otros autores en Paraguay, Chile, Francia, Gran Bretaña o hasta la Unión Soviética, millones de niños de otros países se beneficiaron de una concepción de la literatura infantil donde, como resumen las autoras, “el espíritu de juego ganaba la partida al doctrinarismo, y la curiosidad y la inteligencia infantiles triunfaban sobre la brutalidad de los violentos”. Un libro este que nos permite enlazar con una tradición que nos pertenece y que sigue siendo perfectamente adecuada para los más pequeños.
*Escritor