Desde hoy, el gallego y el vasco son oficialmente galego y euskera, respectivamente. Tal vez no ganarán mucho, pero tampoco pierden nada.
La oficialidad se las otorga el Congreso de los Diputados, donde los representantes de ambas regiones pueden utilizar o su lengua regional, si creen representar solo a los ciudadanos gallegos o vascos, o la lengua del resto de representados, que incluye, grosso modo, a canarios, andaluces, castellanoleoneses y manchegos, murcianos, etcétera, aunque no a los aragoneses ni a los asturianos, cuyos representantes autonómicos ya deben estar viendo el modo de tramitar la oficialización también del aragonés y el bable (y, en el caso del bable, porque no se impone el eonaviego, lengua tan bien acomodada e impasible entre los ríos Eo y Navia como conforme e indiferente lo está la fala en el Valle de Jálama, entre San Martín de Trevejo, Eljas y Valverde). Y, casi por lo mismo (pero no igual), tampoco la lengua de los representados mayoritariamente incluye a los habitantes de la Comunitat Valenciana ni a los del Govern Illes Balears, puesto que ya que la denominación oficial de ambos territorios sugiere que los habitantes de Castellón, Valencia y Alicante pronto tendrán también lengua oficial en el Congreso, el valencià, y subraya la obviedad de que tanto los de Menorca y Mallorca como los de Ibiza y Formentera, aun sin ser catalanes, tienen ya el català en el Congreso, que también desde hoy es lengua oficial. O congresual, al menos.
"El nacionalismo catalán ya ha renunciado a la lengua como singularidad identitaria, sustituyéndola por la independencia
Congresuales las tres, solo el catalán parecería tener algo que perder con esta institucionalización, en contraste con el gallego y el vasco. Y es que en España, desde la transición política, nunca se ha discutido sobre el hecho de que únicamente había dos lenguas: el castellano y el catalán. Otra cosa sería saber por qué. Pero lo cierto es que el galego se restringía básicamente al lirismo de Rosalía de Castro y Álvaro Cunqueiro (el obispo apócrifo de Mondoñedo) y el euskera se recogía clandestinamente en las casas de la burguesía vasca y los confesionarios (los curas vascos, qué especie). Hoy, como ayer, el galego sigue siendo gallego y el euskera sigue siendo vasco. Pero el catalán ha sido siempre el catalán, la otra lengua, por razones que pueden ir desde la concentración demográfica hasta la tradición literaria, cualquier cosa. Con razón (aunque sin ella), si en algo ha insistido el nacionalismo catalán es en la lengua como rasgo diferencial, el hecho que los distingue del resto, su seña de identidad: europeos sin ser españoles. Así las cosas, a los nacionalistas catalanes no debería gustarles ahora que el catalán esté en pie de igualdad con el gallego y el vasco, compartiendo cooficialidad. (Por no hablar, claro, de las otras lenguas que empezarán a empujar también para tener encaje en la Constitución, aprovechando que la Constitución va a desencajarse para hacer un encaje de mayor calado.) En resumen, los nacionalistas han utilizado siempre la lengua como moneda de cambio (nunca mejor dicho) para singularizar su financiación, entendiendo por singularizar lo que se puede entender cuando los términos «singularizar» y «financiación» van juntos: más que a los demás.
Sin embargo, el nacionalismo catalán ya ha renunciado a la lengua como singularidad identitaria, sustituyéndola por la independencia, la cual le está siendo también útil, no como moneda de cambio (tiempos de Pujol) sino como contrato social (tiempos de Puigdemont). Da lo mismo si en España las lenguas proliferan y aspiran todas a ser al menos congresuales. Da lo mismo si el catalán debe comparti rahora espacio y rango con ellas. El nacionalismo catalán ha renunciado a la singularidad identitaria de la lengua por la singularidad identitaria de la independencia, su nuevo hecho diferencial. Ha renunciado al nacionalismo por el independentismo.
Mientras, el gallego y el vasco andan aún por la cooficialidad. Pero ya congresuales, eh.