Cuánto daría por retomar aquellas reuniones de nuevo! Apenas iba cayendo la tarde y la oscuridad se iba adueñando de las calles de mi pueblo, entorpecida solamente por unos puntos de luz tenue que dejaban escapar las lámparas viejas de la pared, iban desfilando los vecinos, muy despacio, cargados con sus asientos, a colocarse en su lugar acostumbrado en el corro. No hacía falta que se afanaran demasiado por coger un buen sitio porque cada uno tenía ya el suyo reservado y nadie osaba ocupar el lugar que le correspondía a otro vecino.
Y ya venían todos cenados porque incluso algunos llegaban con el palillo higiénico en la boca y haciendo ruidos como de chisteo con los labios para intentar desprenderse, a lo mejor, de un minúsculo trozo de resto de alimento que se empeñaba en quedarse entre sus dientes. Los primeros en llegar eran siempre Doña Fili y D. Julián.
Don Julián era maestro de la escuela y maestro, también, en el arte de la papiroflexia. Él fue quien me enseñó a hacer las pajaritas, pero no las normales, sino las voladoras, ésas que cogías por el pecho y movías su cola para que ellas movieran sus alas. Y nunca he olvidado cómo se hacen y he enseñado yo mismo a hacerlas a otros muchos. Doña Fili, su mujer, con algunos kilos de más que ella no deseaba, era una persona con un encanto especial. Y, aunque su marido era el maestro, sus afirmaciones sentaban cátedra en todo lo que decía y nos servían a los jóvenes como unas verdaderas lecciones de vida.
La señorita Flora, que ostentaba el título y tratamiento de señorita porque, a pesar de su edad, seguía soltera, aparecía poco después. Recuerdo que, casi siempre, sus primeras palabras eran una demanda repetida a Antonio, marido de Doña Ana, la comadrona, para que le cogiera del huerto alguna verdolaga porque a ella le encantaba prepararlas en ensalada.
Luego aparecían los tres hermanos, que seguían solteros los tres porque habían vivido siempre juntos y, un día por otro, ninguno nunca encontró el momento idóneo para emanciparse. Eran Flora, Florencio y Fili. Las dos hermanas regentaban en la plaza del pueblo un negocio de pastelería donde servían todo tipo de helados, polos y dulces y golosinas variados. Cuando despachaban los helados al corte, Fili había cogido una medida que era el ancho del cuchillo con el que los cortaba. Ella decía que así salían todos iguales, pero la verdad es que a veces se le iba la mano, sin querer, y unos parecían más finos que otros.
Fili era la que ponía a todo el grupo al día de lo que pasaba en el pueblo. Si había ocurrido algún accidente de cualquier tipo o alguna otra anécdota de poco o mucho interés, ya se había enterado ella en la pastelería y nos lo contaba a todos. De nacimientos en el pueblo, no hacía falta porque Doña Ana, la comadrona, se encargaba, al momento, de poner a todos al día. En cuanto a los que abandonaban el pueblo para no volver nunca más, la Fili desplegaba una interminable retahíla de apodos y motes familiares hasta que, todo el mundo allí congregado, quedaba bien enterado de quién era el finado. De vez en cuando aparecía Tío Eugenio quien, como a modo de despedida, hacía un sentido punteo con su guitarra, que emocionaba a todos.
Cuando llegaba tío Isidoro, el zapatero, siempre acompañado de su mujer, la tía Dolores, la pregunta que hacía al grupo antes de sentarse, era siempre la misma: «¿De dónde viene hoy?». Se refería, por supuesto, al viento, y allí comenzaba la lección de la dirección del aire y sus variantes y nombres. Allí mismo aprendíamos lo que era el aire solano, de levante y de poniente, y si eran buenos o malos cada uno de ellos, dependiendo de la dirección que llevaban. Él siempre afirmaba con tal seguridad y absoluta rotundidad que nadie se atrevía a contrariarle cuando decía: «¡Pues esta noche hace mejor noche que anoche!», y a continuación la tertulia se retomaba con nuevos e interesantes temas.
Ya no queda nadie de aquellas tertulias. Pero, cuánto me gustaría tenerlos aquí a todos para decirles que todo lo que allí se hablaba y se contaba en la calle, sentados al fresco, es ahora propuesto para ser Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Estoy seguro que será reconocido por la UNESCO más pronto que tarde. Será un justo reconocimiento para aquellos que pasaron un día por este mundo, y por la noche, sentados en la calle, al fresco, no dejaban de contarnos y enseñarnos sus inolvidables experiencias de vida.
* Ex director del IES Ágora de Cáceres