Dos chicas de 12 años se enzarzan en una pelea a la salida de un instituto de San Blas, en Madrid. Corrijo: no se enzarzan. Una de ellas espera a la otra al término de las clases y comienza a pegarla de forma salvaje, ante la pasividad del resto de compañeros y compañeras. Algunos de ellos jalean a la agresora. «¡Patada, patada!». Al menos tres teléfonos móviles graban la escena, que en pocos minutos se difunde por las redes sociales más utilizadas por los adolescentes. Otra paliza más, otro claro caso de acoso escolar, otra manada animando a su líder a que remate el trabajo. «¡Patada, patada»! Escenas como esta, que se repiten cada vez con más frecuencia ante la perspectiva de su difusión pública como prueba de liderazgo y divertimento púber, confirman que la miseria no tiene edad. El odio tampoco. Ni la estupidez, una cualidad que se perfila desde la infancia, que en muchos casos ya ni siquiera es tierna, sino cruel y avasalladora. Hay malnacidos en todas las etapas de la vida.
El mismo día en que se conoció esta agresión, otro menor de edad metió en su mochila dos cuchillos de cocina antes de salir de casa, se encaminó hacia su instituto en Jerez de la Frontera e intentó liarse a cuchilladas con varios compañeros. «Entró superenfadado, fue hasta un compañero y le dijo te voy a matar», relató una testigo. Al parecer, en los días previos había sufrido algún incidente con otros estudiantes. Cansado de ser objeto de bromas por su condición de alumno con necesidades especiales, decidió ir por la vía rápida.
Solo cada cual sabe lo que ocurre en el interior de su casa y qué ejemplo de vida están procurando a sus hijos muchos progenitores, pero tanto la agresora de Madrid como quienes consideraron gracioso burlarse de un niño de 14 años que días después de ser objeto de mofa decidió resolver el conflicto a cuchillo, constituyen a menudo -no necesariamente en ambos casos- el ejemplo de lo que ven en casa. Y también fuera de ella.
Lo que ocurre en el interior de los hogares solo lo conocen quienes habitan en ellos. Cuando el matonismo procede de representantes públicos elegidos democráticamente ya es tarde para muchos adolescentes, inmersos en una cotidianidad abrumada por la constante atención a lo que encuentran en sus teléfonos móviles y alejados de los valores en que se desenvuelve el mundo real. Cuando un adolescente accede al universo de evasión que les procura su celular, se encuentra con lo que quiere ver y con lo que no ha pedido ver pero está relacionado con su apego a escenas reales de menos de un minuto, en que lo mismo un ladrón asesina a tiros al dueño de un bar que sale Taylor Swift bailando entre bambalinas un medley de Shakira. O un concejal de Madrid propinando tres cachetes al alcalde; o una presidenta de un parlamento autonómico que considera que una ministra de un partido antagónico al suyo ha llegado donde está por arrodillarse ante un hombre, y no precisamente para rezar; o seudoperiodistas que se dedican permanentemente a montar campañas de odio, en las que se presentan como víctimas de determinados partidos. El caso de los jóvenes merece un toque a los padres, más atención por parte de la comunidad docente y mucha labor de zapa psicológica y educativa. En los cargos públicos o agitadores que se comportan como la niña del instituto solo cabe la expulsión social y el destierro público.
Un concejal del PSOE de Madrid, a estas horas ya dimitido, se atrevió a levantarse de su escaño, acercarse al alcalde y tocarle la cara tres veces, en un comportamiento propio de un matón de película, de un abusador de instituto, de un mierdecilla sin dos dedos de frente. ¿Qué pretendía? ¿Ser jaleado por su bancada como la niña de San Blas? ¿Escuchar de algunos correligionarios que rematara al alcalde con una patada? ¿O qué esperaba el agitador, al que Patxi López llamó racista en el Congreso y se negó a contestarle? ¿La adhesión inmediata de los periodistas de verdad con los que trata de equipararse a diario y a los que abochorna con su presencia al pretender un trato de igualdad? Para los adultos con responsabilidades públicas que exhiben estos comportamientos ya no hay solución. Ni tiempo ni interés en corregirles. Cierren al salir. Para los adolescentes todavía queda la esperanza de poder reconducirles, aunque muchos de sus mayores se empeñen cada día en dar el ejemplo contrario.
*Periodista