Opinión | Jueves Sociales
Los del cinco
No son mediocres ni forman parte del montón

Estudiantes en un examen.
No se habla nunca de ellos o muy poco. Las portadas las ocupan los que sacan un catorce en la PAU, la antigua selectividad, por ahora, hasta que vuelva a cambiar de nombre no sabemos con qué criterio. A estos se les dedican los elogios, y posan con la satisfacción pintada en sus caras, y responden con timidez cuando el periodista los incluye entre los que cambiarán el mundo o al menos, nuestro futuro. Son los que accederán a los dobles grados, esa entelequia, a medicina, a las carreras más demandadas, y algunos, pocos, se arriesgan a ser tachados de inconscientes porque eligen ser maestros o profesores, como si con esa nota fuera un desperdicio.
Sobreviven en aulas masificadas, nadie los felicita en las redes o en los titulares y representan a los centros pocas veces. Pero ellos son fundamentales para que una sociedad funcione. Se esfuerzan, trabajan, y en su aprobado o en su bien o en su notable se esconden muchas horas de estudio, y una dedicación por encima de los límites, un afán de superación y una lucha que hay que premiar o al menos elogiar
Pero nadie habla de los alumnos que sacan un cinco o un seis, incluso un siete. Cualquier nota por debajo ya no se considera un logro. Y sí lo es, es un logro magnífico. En esta época en que los alumnos nos vienen etiquetados como si fueran pollos congelados, apenas se hace caso de quien sin etiqueta se esfuerza enormemente para conseguir lo que a otros apenas les cuesta. Están en clase, trabajan en silencio, son aplicados, ese término que nos parece antiguo. Algunas asignaturas les cuestan más que otras, y a menudo acaban en clases particulares. Son del montón, ese otro término tan despectivo, como si siempre hubiera que sobresalir por algún lado. Pero en ese montón, a poco que un adulto se esfuerce en verlos, están incluidos alumnos magníficos. No destacan en nada, suelen ser invisibles y se confunden sus nombres porque casi nunca suben a recoger premios ni distinción alguna. Pero están ahí, día tras día, arañando décimas en este sistema educativo demencial en que cada ley añade más burocracia y menos sentido común.
En una educación enferma en que las notas no son un logro sino un síntoma de que algo estamos haciendo muy mal, los niños del cinco, los aprobados, tienen mucho mérito. Sobreviven en aulas masificadas, nadie los felicita en las redes o en los titulares y representan a los centros pocas veces. Pero ellos son fundamentales para que una sociedad funcione. Se esfuerzan, trabajan, y en su aprobado o en su bien o en su notable se esconden muchas horas de estudio, y una dedicación por encima de los límites, un afán de superación y una lucha que hay que premiar o al menos elogiar. No son mediocres ni forman parte del montón. En este mundo demente en que todo se califica y se juzga con criterios muchas veces absurdos, ellos sacan un cinco. El sistema los aprueba, y a partir de ahí, pueden seguir demostrando cuánto valen, a lo mejor mucho más de lo que los valora este mismo sistema que pone notas a todos sin evaluarse nunca a sí mismo.
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