Opinión | El trasluz
Mala leche

Archivo - Carros de la compra en un supermercado / Ricardo Rubio - Europa Press - Archivo
Hay gente que vive atrapada en la dimensión de lo práctico, donde todo tiene un precio, un uso, una justificación inmediata. Las cosas, en esa dimensión, solo valen si sirven, los gestos solo cuentan si producen. Es un territorio ordenado, eficaz, sin fisuras aparentes. Pero también es un espacio sin aire, sin misterio, sin desvíos. En él, el arte se transforma en decoración y la ternura en debilidad. Quien permanece demasiado tiempo allí acaba reduciendo el mundo a un catálogo de funciones. Lo inútil, lo gratuito, lo frágil, se convierte en sospechoso. Y, sin embargo, es en lo inútil donde muchas veces se esconde lo más necesario.
Yo nací ahí, en esa dimensión, en ese país, podríamos decir, donde la preocupación fundamental era llegar a finde mes. Todo lo que nos desviara de tal objetivo se consideraba inservible. Vivíamos con gran vergüenza, además, esa condición menesterosa. Las dificultades económicas se ocultaban de los modos más pintorescos. Acuérdense del escudero de El lazarillo de Tormes, que antes de salir de casa se ponía migas de pan en la barba y en el pecho para fingir que había desayunado. En la literatura española abundan los ejemplos de las clases medias venidas a menos que ocultan, o creen ocultar, la realidad a base de remiendos de orden material o verbal. La Celestina, por ejemplo, esconde su precariedad detrás de los perfumes chillones y las palabras cultas. Clarín, en La Regenta, describe el ambiente provinciano donde las familias empobrecidas fingen esplendor con trajes heredados, cenas forzadas y estricta etiqueta.
En la dimensión de lo práctico, curiosamente, se estimula mucho la fantasía. En mi casa teníamos a la vista un cuchillo jamonero, pero jamás vimos un jamón. En el mundo actual ya no se vive la menesterosidad con vergüenza, aunque tampoco, a primera vista al menos, con rabia. En los últimos cuatro años, la cesta de la compra ha subido más de un 30%, lo que constituye una barbaridad, comparado con la evolución (cuando no involución) de los salarios. Vamos, poco a poco, instalándonos en una pobreza visible y resignada en la que cada vez hay más personas que duermen en el coche porque la vivienda se ha puesto también imposible. A lo mejor un día nos despertamos por fin de mala leche.
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