Todos los partidos practican en una u otra medida una política de vuelo corto, sin luces largas, que se mueve a impulsos del último tuit o del último sobresalto. Los episodios vividos desde que se anunció la moción de censura en Murcia, seguida por iniciativas similares en Madrid y en Castilla y León, más el adelanto electoral en la Comunidad madrileña, la salida del Gobierno de Pablo Iglesias ante el peligro de desaparecer en la capital y el desmoronamiento de Ciudadanos son las pruebas evidentes de lo que está pasando.

Y lo que está pasando es una volatilidad de la política y una inestabilidad crónica, sobre todo desde que el bipartidismo se acabó en el 2015. Entre ese año y el 2019 hubo nada menos que cuatro elecciones generales. La pandemia, además, ha acrecentado la polarización y el nerviosismo entre los partidos, que no se acostumbran tampoco a la cultura de la coalición. Ni saben gestionar las diferencias ni llegar a acuerdos por encima del interés partidista.

Todo el espectáculo y la convulsión política de los últimos días no respondían a ninguna demanda ciudadana, sino a los cálculos electorales y de regate corto de los partidos, empujados por unos estrategas que conciben la política como un carrusel de sorpresas constantes, como si fuera una serie de televisión. No hay proyectos a largo plazo, ni debate ideológico, ni se habla de los problemas que interesan a la ciudadanía, ya sean los impuestos, la educación o la sanidad. Las sesiones de control de los miércoles en el Congreso son el mejor ejemplo. Y hasta tal punto es así que cuando Íñigo Errejón, por ejemplo, plantea un problema real y actual como la salud mental, debido a la pandemia, un diputado del PP se burla y lo manda al médico.

Esta política precipitada, de apariencia, sin fundamentos sólidos, solo puede incrementar la desafección de los ciudadanos, la sensación de que todos los políticos son iguales, y el hundimiento de la confianza en los dirigentes y en los partidos políticos. Y, al final, solo puede beneficiar a la ultraderecha, que utiliza la inestabilidad y el clima de desgobierno para colar su discurso tóxico.

Especialmente cuando vivimos una fatiga social derivada de las restricciones a la libertad para luchar contra el virus y una crisis económica derivada de las decisiones del Estado no de los avatares del mercado.

El sistema de partidos en España es a la vez frágil y con excesiva presencia en todas las esferas sociales, una invasión que procede de la Transición y que no es comparable a lo que ocurre en otros países, donde la sociedad civil está mejor organizada y no depende tanto del dinero público. Uno de los ejemplos de la fragilidad es lo que ha ocurrido con Ciudadanos, un partido que, al expansionarse en España, se creó con criterios de marketing, sin referentes ideológicos claros, y cuando los votantes lo han abandonado se ha desmoronado en medio de intrigas, transfuguismo y luchas por el poder.