Una fabulosa ola de compasión hacia el pueblo ucraniano recorre Extremadura. Niños cooperando desde el colegio, gente conmovida ofreciendo sus casas, todos acuden con prontitud en auxilio de los refugiados. El impulso inmediato es ayudar, aunque nadie piensa ahora en el mañana. A esas personas acogidas hay que proporcionarles un futuro. No hace falta irse lejos para contactar con casos dramáticos. Aquí nadie huye del horror de las bombas, pero una situación interna inquietante empieza a hacer mella. Hay personas que sufren por su empleo, trabajan a pérdidas o se están arruinando por la carestía de la energía y los materiales, en una espiral de malestar que no frenan unos gobernantes pagados de sí mismos. Ni son capaces de encauzar tanta generosidad, ni hacen algo por aliviar la carga económica. 

Ni siquiera una guerra mata el humor. Un chiste hizo furor esta semana en redes sociales. Ironizaba con «una terrible medida» de Pedro Sánchez contra Putin: «Lo hace a la fuerza trabajador autónomo en España. Ahora sí que va a saber lo que son las sanciones». Y, efectivamente, la economía añade a la conflagración un punto más de sufrimiento. La inflación desbocada y la energía descontrolada castigan severamente a amplias capas. Cualquiera lo aprecia cuando la factura del gas y la luz de un domicilio corriente roza los mil euros, cuando llenar el depósito del coche se acerca a los cien euros o cuando el desabastecimiento y el bloqueo de la actividad en la región ponen en riesgo la viabilidad de muchas empresas ante la parálisis más absoluta de las administraciones.

El lunes estalló el transporte, con sobradas razones para enfadarse pero absolutamente ninguna para aplicarse con violencia y matonismo en las protestas. Una organización minoritaria revienta el sector y, en cadena otros muchos, con métodos expeditivos inaceptables que están comprometiendo la justicia de sus reivindicaciones. Muchos camioneros ajenos a esta organización han parado. Que la mecha prenda con tanta fuerza revela la magnitud del padecimiento económico, el tipo de caldo de cultivo que se está cociendo.

Ayer cogieron la pancarta en Madrid los agricultores. Ya antes de que volaran los misiles y el parón de las fábricas de piensos les dañara, clamaban al ver cómo la base alimentaria de una nación, el sector primario, agoniza. La desesperación cala porque, de golpe, hay personas que creen carecer de salida y, precisamente por ello, no les queda nada que perder jaleando los alborotos. Un clima devastador para que arraiguen, al estilo de los chalecos amarillos franceses, la radicalidad y el populismo, el camino directo a la miseria.

La conflictividad es una derivada del enfrentamiento que atenaza a Europa. Ucrania, por desgracia, pone los muertos. El resto de las naciones, sus valores. Porque, en el fondo, esta es una cruzada contra el estilo de vida del mundo desarrollado que persigue explotar su ingenuidad y sus contradicciones para minimizar el peso de Occidente en el tablero global. La clase media y su prosperidad son igualmente el enemigo para Rusia. La prolongación del combate siembra dudas sobre el verdadero potencial militar ruso, pero lleva al límite nuestra tolerancia. Cuanto más se alargue la lucha y sus efectos, más erosionada quedará la resistencia de unos ciudadanos reacios a perder riqueza y confort, y a los que mayoritariamente repugna la idea de invertir en armas o derramar sangre incluso en legítima defensa.

Los hechos no se corresponden con las palabras. Las cosas se anuncian, aunque ni se explican, ni acaban por ejecutarse. El Gobierno promete arreglos, pero inconcretos, para no se sabe cuándo y fiados al socorro exterior. Mientras, sus homólogos de naciones vecinas acaban de aplicar por cuenta propia medidas de contención inmediatas. La situación requiere dirigentes capaces, pero la degeneración de los partidos en oligopolios clientelares bajo control férreo del general secretario ha convertido la política en el arte de ganar elecciones, no el de resolver dificultades. El candidato vistoso sepulta al valioso, y así nos va ahora, cuando necesitamos liderazgo.

Una vez más, igual que ocurrió en la pandemia, solo los extremeños, y los españoles, de a pie están a la altura de las circunstancias. Por cómo arropan a los refugiados y se anticipan a unas administraciones, y por soportar estoicamente la frivolidad de tantos representantes que eludieron con desidia los retos. Los expertos aseguran que España puede ahorrar 60.000 millones de costes superfluos sin menguar la calidad de los servicios que ahora presta. No se trata de gastar más para echar una mano a transportistas, agricultores, empresarios y autónomos, sino de hacerlo mejor para dotar a este país de músculo ante los embates, de una democracia estable y moderna.

La increíble marea solidaria y la unida y rápida respuesta europea a la ofensiva, impensable hace solo unos meses, nos devuelven la esperanza. Urge que por fin hagan algo útil aquí para poder empezar a recuperar igualmente la fe en nuestros gobiernos.