A lo largo de toda mi vida el agua ha estado cerca. Diferentes recursos hídricos, normalmente para uso consuntivo, pero también lúdico me han acompañado en este viaje. En forma de río, garganta, arroyo, pozo/a, charca o canal, pero con nombre propio, cada cual tiene su hueco en mi memoria para bien o para mal.

Mis primeros y felices baños veraniegos de niñez fueron en un canal al cuidado de mis padres y más tarde de mis hermanos y amigos en el Tiétar. Quienes, entonces sin saber nadar, aún conservan el recuerdo de algún que otro susto en él. Porque aunque excepcionales, de vez en cuando alguna desgracia, por imprudencia o desconocimiento, enturbiaba las aguas y nos recordaba que la naturaleza es más fuerte que el ser humano, por más que intentemos doblegarla.

Por suerte mis recuerdos del río son buenos. Tanto en verano como el resto del año, cuando sus riveras pobladas de pinos, sauces y chopos se convertían en el mejor área de juegos donde mi hermano tallaba barquitos de corteza de pino, que después botábamos juntos para competir por el más rápido en su recorrido acuático, hasta que encallaban y el juego comenzaba de nuevo.

Lo que era nuestro territorio de diversión con su lógico riesgo natural, fue convirtiéndose en un lugar peligroso al que sumar más riesgos artificiales derivados de la egoísta y poco sostenible acción o inacción del hombre en sus lechos y orillas. Excesivas graveras o presas para los cultivos de regadío alteraban los estados orográfico e hidrológico naturales, creando ocultas pozas artificiales potencialmente mortales, más aún para quienes desconocían el riesgo de su nueva naturaleza.

He padecido, casi año tras año, las consecuencias de enormes pérdidas tanto económicas como animales, por desbordamientos de crecidas provocadas por la tardía decisión de la apertura de la presa del embalse de Rosarito.

El arriesgado acercamiento e incluso asentamiento humano a corrientes de agua o sus cauces secos (recordad la tragedia del camping de Biescas en 1996), legal o ilegalmente, han dado lugar a situaciones de conflicto, como las que se viven desde hace años en muchísimas poblaciones rivereñas como Pinofranqueado, Coria y Plasencia, por ejemplo, en las que una vez más, pagan justos por pecadores.

El río y sus orillas son uno, él sin ellas no es y ellas sin él, tampoco. Sólo un respetuoso uso de ellos procurará la sana convivencia humano/ naturaleza.