TYt la abuela surgía tras un macizo de pilistras con un cuenco de gazpacho, con un zumo de limones, con un tazón de leche fría y un plato de roscas fritas... Casas extremeñas de fachada sobria y fondo interminable: dos balcones, una verja, el zaguán, la salita para mirar pasar la gente y después, el pasillo largo y abovedado, las alcobas, las cocinas, los corrales, el tinao, la terraza, el piso de arriba, el patio y las pilistras: hojas alargadas, verdes, brillantes como lanzas vegetales para pelear contra el calor. La pilistra es el toldo de antes, la sombrilla de cuando no había sombrillas, la señal del microclima cuando nadie llamaba así a un rincón fresco en los territorios del sofoco. Las pilistras crecían en los arriates del patio, a la vera del pozo, en la esquina de la sombra. Había pilistras en los largos corredores oscuros y en la penumbra de los salones. Y allí, entre aquella exuberancia reluciente y pinche de moza bien plantada, siempre la abuela con sus obsequios de verano: una raja colorada de sandía, una gaseosa con bolindre, un pay-pay de Nitrato de Chile.

Los patios extremeños son indicio suficiente para comprender a un pueblo. El exterior de la casa no promete nada. Entras, deambulas, indagas y hay un rumor de agua que anuncia, un vibrar de hojas que sugiere, un niño que canta, un gato escéptico... Te aventuras por el pasillo morisco y hay vaivén de luz tras la cortina de tiras que engaña a las moscas. La atmosfera te atrapa, y andas, y llegas al patio, y descubres un frescor de siglos y pilistras, una abuela que se mece, una tierra que vive dentro y no se vierte.

*Periodista