Muertos de risa. Tal cual. Morir de risa, una manera nutricia de estar vivo. Una avenida inmensa por la que van y vienen abrazos y besos. Así andamos, muertos de risa. Ahí andamos, detrás de Marco, en los carteles Marco Sánchez Becerra, porque Marco, aún sin toro, es ya torero de leyenda. Más valiente que Lagartijo. Y más torero. ¡Y más hombre!

Pero la risa, también esta risa nuestra, inmensa en do sostenido, lo mismo que el sol, tiene sus sombras. Algunas eternas. Y así nos va la feria. Peregrinos de nosotros mismos. Detrás de Marco.

Marco está enfermo. Al menos eso dice él. Marco está enfermo de vida, porque por donde él pasa, pasa un ángel. Marco te lo hace fácil. Marco tiene un armario repleto de alegrías de quita y pon, aunque más de uno sospeche que también guarda, de contrabando, un alijo de penas. Pero para el baile de vivir solo viste camisas de sonrisa franca; la franela de los valientes.

Marco está enfermo. Puede que lo esté. Tal vez. Si no lo estuviera los médicos no le habrían diagnosticado ELA. Uno, dos y tres. Convencidos los tres.

Si no lo estuviera, aunque solo fuera un poquito, no le obligarían a comer papilla por una cañería enchufada a las tripas.

Si no lo estuviera, Marco no habría dejado de hablar. De hablarnos. Tal vez. Pero Marco no ha dejado de sonreírnos. ¡Y cómo nos alienta su sonrisa eterna camino de las eternas sombras!

¿Qué fue de tu voz, amigo, hermano? ¿Dónde habita el eco de aquellos días en que fuimos dos contra el mundo? Dicen que Marco tiene ELA y la ELA, en sus labios, es un aleteo de flores.

La juerga le va durando ya tres años. Tres años de porfía. Tres años de gallardía. Dentro y fuera. Chapoteando entre los restos del naufragio de la empresa que fue su sueño en vida. Tres años enarbolando la bandera de los enfermos de ELA.

Tres años peregrinando con el corazón en la mano, de Santiago a Guadalupe y de dentro a más dentro. Peregrinando a pie, mientras las fuerzas le sostengan.

Y yo, que no soy nada ni nadie, en el tendido de verle y aplaudirle tan soberbia faena.

Marco es lo más cerca que he estado de la santidad.

Tenía yo de niño una tía abuela de la que se decía que bien pudiera ser santa. Era todo bondad. Todo dulzura. Todo humildad. Todo de todo. Cuando venía de visita, antes de irse, pedía permiso para pasar al dormitorio de mis padres y orarle a una lámina gigantona del Sagrado Corazón que allí colgaba.

A mis pocos años todo aquello me provocaba cierto pasmo. Evina, que así se llamaba mi santa tía abuela, nos traía, como Eva, manzanas. De todo aquello aún tengo en la memoria el sabor de la manzana y la imagen de verla, la puerta entreabierta, rezando, arrodillada y en arrobo, ante Jesucristo. De soponcio. Las manzanas también.

No sé si hay categorías en el escalafón de la santidad. No sé si más o menos, pero Marco está entre los elegidos. A los demás se nos pasa la vida sin una epopeya, sin un triunfo sobre nosotros mismos,... nos dejamos llevar por las corrientes como los ríos que van a dar en la mar. Marco no.

Marco ha hecho de la enfermedad virtud. Marco, que ya era santo antes de estar enfermo, que yo lo vi, ha sido bendecido con el martirio porque Dios quiere obrar, de su mano, el milagro de que nosotros también seamos mejores.

Rosa, su mujer, el báculo que le sostiene. Su hijo. Sus hermanos. ¡Sus padres...! Los otros, nosotros, los que nos reuníamos en la salud y hoy nos reunimos en la enfermedad.

Jaime, el que le besa. Chema, el barbero que les pinta el pelo de verde a los dos para que se sepa lo que hay.

Todos somos mejores porque Marco nos ha sonreído. Y aquí seguimos, muertos de risa, como en el circo, porque Marco así lo quiere y así lo manda.