La servilleta es la madre de todas las panzas. La servilleta (de tela, por supuesto) es el capotillo del gastrónomo. A ella le debemos quites soberbios. Sin ella, las pecheras serían un mar trágico de lamparones. Y, como cantaba Sabina, nada más triste que un dandy con lamparones. ¡Loada sea la servilleta!

La servilleta se cuelga, y, a ser posible, se anuda. Es bandera, señal inequívoca de que se come (y, muy probablemente, bien). Es santo y seña, a ser posible, con las iniciales del establecimiento o de la persona de la que cuelga. La servilleta es a la pitanza lo que la rueda al carro. ¡Loada sea! Ella y su ancestro el babero, tan entrañable como nunca bien ponderado.

Colocar la servilleta sobre el pecho era, hasta los primeros años del siglo pasado, muestra de la más esmera educación. Pero no siempre las civilizaciones avanzan, hay ocasiones, desoladoras ocasiones, en que retroceden. Así que la servilleta pasó a esconderse, a colocarse --contra natura-- sobre una rodilla, o retocar labios de pitiminí en embajadas de rigodón. Así que yo, anclado en tiempos pretéritos, sigo usando la servilleta cual lo harían Darío, Unamuno y Baroja. En vanguardia.

Digo todo esto porque el miércoles mi servilleta se entregó sin remilgos a la tarea que le es propia. Fue en el restaurante Javier Martín. Sin duda, uno de los mejores de Cáceres y, por ende, de la región. En prueba de ello, dejo señalada la servilleta que usé. Se entregó generosa. Murió bella como una pintura de Miró.

El restaurante está algo apartado del centro. La decoración está a la altura de su categoría. Los comensales, gente más bien pudiente. Lo que se sirve en el plato, por encima de lo corriente. Un menú degustación como el que ofrece Javier Martin por 46 euros es casi una bicoca. Por ese precio difícilmente se puede comer mejor. Las bebidas van aparte. La carta de vinos es una delicia. Larga y con magníficos textos (y aún mejores fotografías). Si les cuadra pueden ustedes pedir un Pera-Manca Tinto por quinientos euros o un Tinto Valbuena por ciento cincuenta. No se alarmen, hay otras opciones; por tres euros disfruté (y mucho) de una copita de Coloma Selección Graciano de 2015 con seis meses de barrica.

Les cuento (y en la edición digital, como siempre, les fotografío). Tapita de pastel de merluza. De primero una ensalada hurdana recreada por el chef, Javier Martín, en copa. Le llaman «tentación hurdana», viene sumergida en gazpacho, está deliciosa y mancha. Primera cuchara, primeros lamparones de placer. Ya colgada la servilleta de otra punta llegó el carpaccio de solomillo ibérico con foie. No hubo daños. Por el contrario, el ajoblanco con bogavante y helado de pepino ocasionó devastaciones dantescas (amén de estremecimientos de placer). Tercera punta. Caldo de huevo trufado y muslo de perdiz roja. Más manchas y más placer. Cuarta y última punta. Bacalao monacal a la extremeña: con algo de callos, algo de chorizo y rematado al horno. Sin daños. Cabrito asado con miel. Sin daños. Frutos rojos en su sopa con chocolate y helado. Solo el placer de rebañar el caldo alcanza a dar idea de la intensidad de las manchas (rojas, sanguinolentas). Descubro abochornado que no quedan más puntas vírgenes. Pero queda un plato aún: torta del Casar en dos texturas; un plato bellísimo en su presentación, repleto de intensidad en su sabor.

En más de una ocasión porfiaron por cambiarme la servilleta. No acepté porque no es propio de caballeros consentir que otros carguen con las faltas de uno. Y porque, diré también, aquellos lamparones, exhibidos cual medallas ganadas con sangre en el campo de batalla, pregonaban, bien a las claras, lo bien que se come en Javier Martín.