Las dos orejas que cortó ayer Antonio Ferrera en su encerrona con seis toros en Madrid no reflejan en su justa medida la gran tarde de toros que dio, la dimensión ofrecida a lo largo de sus seis faenas, a la postre, lo verdaderamente importante de una actuación simplemente magistral. Porque a todos sus toros les dio la lidia oportuna, algo que habla muy bien del poso logrado durante todos estos años en los que habido altos y bajos, de idas y venidas, al menos, en lo anímico.

Había quién dudada de esta arriesgada apuesta, y el caso es que a priori podía pasar de todo, pero una vez concluida la tarde puede decirse de forma tajante que Ferrera ha vencido definitivamente a sus fantasmas para entrar —y salir— por la Puerta Grande de una plaza que acabó rendida con la variedad, la entrega y el magisterio de una tauromaquia tan personal como auténtica.

Abrió la encerrona uno de Alcurrucén muy mal hecho, que, para más inri, cantó pronto su mansedumbre, con mal estilo en los primeros tercios para acabar viniéndose abajo demasiado rápido en la muleta. Ferrera anduvo fácil con él hasta que se apagó definitivamente, no sin antes tirarle dos hachazos en sendos parones a la altura de la axila, algo que le animó a cortar por lo sano.

En el segundo, de Parladé, ya trató Ferrera de exhibir su variedad capotera: tijerilla y verónicas, dos largas cambiadas de pie y otras tantas chicuelinas para poner en suerte, amén de una media tan lenta que todavía dura.

El adolfo que hizo tercero se quedaba ya muy corto en los capotes, de ahí el mérito que tuvo el salto de la garrocha de Raúl Ramírez y, sobre todo, un soberbio par de Fernando Sánchez. Que el gris era una auténtica alimaña quedó corroborado en el último tercio. Ferrera estuvo por encima de la situación para justificarse sobradamente.

El cuarto fue un torancón de Victoriano del Río, al que Ferrera fue corrigiendo esa tendencia a moverse rebrincado para acabar dándole fiesta por naturales en lo que fue una faena de menos a más y de inmejorable guión artístico.

Con el quinto, de Domingo Hernández volvió Ferrera a brillar de capa, esta vez con el quite de oro de Pepe Ortiz. Luego se mostró muy templado el balear para nuevamente afianzar e ir metiendo poco a poco en el canasto a un animal que guardaba dentro su buen fondo, y acabar diseñando otra labor que tuvo su argumento aunque no fuera para la oreja que acabó paseando tras un gran espadazo.

A la puerta de toriles se fue a saludar al sexto, en el que resucitó al Pana con el percal, además de otras suertes muy suyas como unas barroquísimas chicuelinas. Qué gran tarde capotera brindó Ferrera, que puso la plaza en pie con un par al quiebro cuando su infantería había clavado ya los tres reglamentarios.

Con el ambiente totalmente a favor se fue a los medios a brindar al respetable una faena iniciada de rodillas y en la que aunó sentimiento, hondura, sensibilidad, delicadeza, verticalidad, abandono... Una auténtica maravilla a la que le faltó mejor rúbrica con la espada, lo que no fue óbice para que cortar la oreja que necesitaba para la salida a hombros y para redondear posiblemente la mejor tarde de su vida.