Sesenta millones de muertos provocó la Segunda Guerra Mundial, la mitad de los cuales se produjo en la retaguardia. Europa quedó devastada y dividida por el choque de las pasiones nacionalistas. El viejo continente se convirtió entonces en un solar ambicionado por los Estados Unidos y la Unión Soviética, los dos nuevos imperios en liza, que rivalizaban por extender su influencia hasta el último confín del planeta. 

Ante tal panorama, el empresario Jean Monnet propuso al ministro de Asuntos Exteriores francés, Robert Schuman, la necesaria colaboración de galos y alemanes para forjar una futura Europa unida. Pero tal utopía habría de empezar a construirse poco a poco, desde «lo pequeño y abarcable». El carbón y el acero, materias primas de la industria bélica, producidas en la frontera franco-alemana, serían los dos primeros ladrillos que empezarían a levantar el edificio europeo. Se trataba, propuso Monnet, de que una «alta autoridad» -ni francesa ni germana- gestionara la producción y venta de estos materiales con los que se fabricaban armas y municiones. Aquello que había dado lugar a múltiples enfrentamientos entre las dos naciones vecinas, servía ahora para coaligarlas. 

Robert Schuman, padre de Europa y uno de los autores de la declaración del 9 de mayo de 1950. EL PERIÓDICO

Robert Schuman, un hombre de frontera

Nació el 29 de junio de 1886 en Luxemburgo, estudió Derecho en Lorena, realizó cursos en Bonn, Munich, Berlín y Estrasburgo, abrió despacho bilingüe en Metz y, durante la Segunda Guerra Mundial, cayó prisionero de la Gestapo. Había sufrido los conflictos entre Francia y Alemania y, por eso, quiso superarlos como vía para unir políticamente a Europa. 

La empresa era delicada, pues los rescoldos de la reciente contienda bélica aún humeaban, pero Monnet convenció a Shcumann y, hábilmente, éste acabaría logrando el acuerdo del canciller germano Konrad Adenauer. El convencimiento de que sólo la colaboración entre franceses y alemanes lograría la paz, la estabilidad, la independencia y el crecimiento económico de Europa explicó el ‘sí’ de Adenauer al plan de Monnet y Schuman.

Por sorpresa, el 9 de mayo de 1950, el ministro de Asuntos Exteriores francés convocaba a los periodistas en el precioso Salón del Reloj del Quaid’Orsay, sede de la diplomacia gala. Allí, Robert Shuman explicó la esencia del histórico plan: «poner en conjunto la producción franco-alemana del carbón y del acero bajo una Autoridad común, en una organización abierta a la participación de otros países de Europa. La Alta Autoridad común estará formada por personalidades independientes, designadas sobre la base paritaria de los gobiernos, y un presidente escogido de común acuerdo. Sus decisiones serán ejecutivas en Francia, en Alemania y en los demás países adherentes».

Europa se construía, así, desde la cesión de soberanía por parte de los centenarios Estados-Nación a una entidad supranacional. Desde ese 9 de mayo de 1950 -convertido a partir de ese momento en ‘día de Europa’-, el proceso de integración europea se ha desplegado con éxitos y fracasos, notables avances y algún importante revés (como el Brexit). Pero, en esencia, lo iniciado por Monnet, Shumann y Adenauer sigue vivo en las actuales instituciones comunitarias, capaces de haber mantenido la paz desde la Segunda Guerra Mundial, de haber procurado la solidaridad entre los países miembros y de haber supuesto un seguro contra tentaciones autoritarias que nunca desaparecerán porque van ligadas a la propia naturaleza humana. 

Encrucijada histórica

Es cierto que hoy nos hallamos ante una seria encrucijada histórica en Europa, con la guerra de nuevo a las puertas y una pandemia que no ha desaparecido, pero sin el soporte de la Unión, todos los países que conformamos este singular edificio político seríamos mucho más frágiles y nuestra supervivencia quedaría comprometida ante el avance de los nuevos imperios. Muchas e importantes asignaturas pendientes hay que aprobar aún, desde la defensa común a la independencia energética, pero la construcción de Europa ha merecido la pena. Y eso lo sabemos muy bien en Extremadura, cuyo desarrollo debe mucho a los fondos que vinieron de la Unión Europea y que nos procuraron infraestructuras, prosperidad económica y modernidad. La España de hoy, la Extremadura de hoy, no se entiende sin la compleja (y obcecada) construcción de una Europa unida. Aquel 9 de mayo de 1950, Shumann recordó el camino para no desfallecer en esa tarea: «Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto; se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho». Así pues, seguir labrando esta utopía no sólo es cuestión de gobiernos y políticos, sino de aquellos ciudadanos que apuesten por la libertad, la igualdad, el rechazo a las identidades excluyentes y la progresiva superación de las soberanías nacionales. Estos son los valores que caracterizan el proceso de integración europea, unas ideas que hoy más que nunca debemos defender porque se hallan en peligro, tanto dentro como fuera de nuestro continente.