OBITUARIO

Abad por los siglos de los siglos

Fallece Clemente Serna, quien fuera abad del Monasterio de Santo Domingo de Silos (Burgos).

Fallece Clemente Serna, quien fuera abad del Monasterio de Santo Domingo de Silos (Burgos). / Agencias

Tomás Val

Hay cargos que conllevan la eternidad. O tal vez sean las personas que los ostentan quienes arrostren esa carga de siglos. Sea como fuere, Clemente Serna será abad del monasterio de Silos ad eternum, por los siglos de los siglos, hasta que el tiempo se acabe o se difumine la memoria de los hombres. Es muy posible que los antiguos, a la hora de levantar ciertos monasterios, estuvieran pensando en estos elegidos, en personas como Dom Clemente. Cuentan que los monjes blancos de Santa María de Rioseco se trasladaron al Valle de Manzanedo, desde su primer asentamiento en los páramos de Cernegula -muy cerca de Montorio, lugar de nacimiento de Clemente Serna-, en busca de un lugar en el que el tiempo no pasara. El tiempo y Dios, siempre tan unidos. El tiempo y la vida monástica, tan relacionados. Muy próximo a Silos, en San Pedro de Arlanza, también de San Benito, el diablo entretenía la perpetuidad jugando al ajedrez. El tablero de piedra sigue allí, aguardando nuevos jugadores.

Abad para siempre, muchos años después de haber abandonado el cargo por enfermedad. Dom Clemente Serna. Dom, título honorífico que se concede a cartujos y benedictinos, contracción del latino dominus, señor; y antes de aquel Deo optimo máximo romano reservado a Jupiter, padre de los dioses. Señor Clemente Serna. Ese respeto, esa distinción, le venía como anillo al dedo: humilde, dialogante, cercano... Y culto, muy culto, con esa sabiduría máxima que no proviene únicamente de las facultades de Filosofía y Teología, de los estudios de paleografía, de patrística, arqueología cristiana, archivística... de estudios en España, en Francia, en Roma...Era un conocimiento más profundo, empático, algo que hacía que, al poco tiempo de estar en su compañía –no era infrecuente, en los primeros años 90, encontrárselo dando largos paseos por los senderos de Silos- tuvieses la fortísima sensación de estar con un hombre sabio y tratabas de aprovechar ese privilegio, de encauzar la conversación hacia asuntos íntimos, más trascendentales que los códices medievales o los ornamentos románicos del claustro. Quizás por eso nunca llegó a gustarle El nombre de la rosa, la obra de Ecco con claras resonancias silenses: monjes convertidos en asesinos para preservar un libro de Aristóteles, la risa que lleva a la muerte. Qué disparate. Y ese Jorge de Burgos, loco, fanático, borgiano, lo más alejado que pudiera haber de Clemente Serna. Pero no nos engañemos: conocía perfectamente que a su sabiduría y a su espíritu religioso, de él y de la comunidad que dirigía, no les competía salvar al mundo. Era monje, nada más y nada menos. Un monje.

Se ha dicho, con motivo de su fallecimiento, que fue el abad que abrió Silos al mundo, que trajo la modernidad al cenobio. Más bien pienso que fue al revés, que abrió el mundo a Silos, que exportó la vida monacal. La existencia de los monjes no cambió con aquel desmesurado éxito que, en 1993, tuvo el canto gregoriano, ya se ocuparon Serna y los propios monjes de ello. Sabían, sabía el buen abad, que les iba a la vida en ello. Y nunca quiso repetir: al diablo le gusta tentar, más que a nadie, a los hombres santos. No fue que de repente entrásemos en los muros milenarios y quedáramos deslumbrados: salió Clemente Serna y vimos que se fomentaba la modernidad, el Arte, la Ciencia, los foros que propiciaran el diálogo y el entendimiento. Que su personalidad enriquecía al mundo y a sus moradores. Y a Silos, al reclamo de su carisma, llegaron artistas, presidentes, empresarios, deportistas... Siempre, las veces que le vi durante mis años de periodismo cultural en Burgos, me pareció advertir un asomo de divertimento en su mirada al tratar ese tema, el de aquellos que venían a buscar el equilibrio, la paz en tres o cuatro días de retiro. Buen botín para tan poco esfuerzo. De aquellos que iban de visita, no se quedó ninguno. Clemente Serna, Dom, sí que fue deslumbrado cuando, de niño, a los 13 años, entró por primera vez en la abadía. La llamada de la eternidad.

Ha muerto joven, setenta y seis años. He mencionado un par de veces al diablo en estas líneas. Seguro que, si el abad pudiera leerlas, esbozaría una sonrisa irónica. O tal vez no, tienen tantos recovecos esas viejas abadías... Pero parece cosa del demonio, una absurda broma, maldad por maldad, que el señor del tiempo, el abad por antonomasia de Silos junto con Domingo de Silos, se viera aquejado de la enfermedad del olvido. Renunció –vano intento- a su cargo tras los primeros síntomas del Alzheimer. Cuántas cosas habrá olvidado, qué desperdicio. Pero seguro que, en sus últimos días, recordó que jamás le tuvo miedo a la muerte; que creía tan profundamente en Cristo que ansiaba descansar en sus brazos. Y que recordó a su abuela, su infancia en Montorio, su vocación... Llegó cansado al retiro. Descanse en paz, abad de Silos.