En los últimos años parece haber entrado en auge el gusto por las vías de peregrinación como destino turístico de una población que, acechada por los miedos de la oscura realidad que nos rodea de un tiempo a esta parte, opta por echarse al mundo rural y recorrer senderos rebosantes de cultura, tradiciones, naturaleza, que nos embarcan en aventuras inolvidables hacia los lugares santos. 

Extremadura ha sabido publicitar las sendas que llevan a Guadalupe, lugar de esencia salvífica que crece en torno a «la Morenita de Las Villuercas». Así, han surgido gracias al impulso de los extremeños nuevas rutas de peregrinación, más allá de los tradicionales Caminos hacia Santiago, Liébana o Caravaca de la Cruz. 

El conocido como ‘Camino de Monfragüe’ debe su nombre al Parque Nacional. A él llegaremos tras salir de nuestro punto de partida, la histórica villa de Plasencia, fundada en 1186 por el rey castellano Alfonso VIII. Este lugar es y ha sido siempre, como bien señaló su fundador, «hito para el placer de Dios y de los hombres».  

Su riqueza multicultural mucho le debe a la Vía de la Plata, red por la que discurrieron los saberes de celtas, romanos, árabes, castellanos, etcétera, forjando en esta villa un perfil único en la región extremeña. También la belleza de su judería ha contribuido a que se integre el nombre de este lugar en la Red de Juderías de España. 

Desde Plasencia inició el rey Católico, Fernando, su último viaje, hacia Guadalupe, con intención de celebrar un capítulo de la Orden de Calatrava. Desafortunadamente, la muerte truncó sus planes en enero de 1516. 

A una jornada de camino el peregrino entrará de lleno en la esencia del bosque mediterráneo de Monfragüe. Su abrupto paisaje, su desbordante vegetación y la soledad que parece nacer del alma de la comarca determinaron que este lugar se convirtiera en un legendario reducto de bandidos entre los siglos XVI y XVIII, así como en escenario de algunas de las crueles escaramuzas que trajo consigo la Guerra de Sucesión y, más tarde, la Guerra de la Independencia. No obstante, los primeros pobladores de este paraje fueron los celtas, como atestiguan las ruinas de sus castros, que embellecen las cumbres de estas sierras. Vinculado a éstos podemos contar hoy con al menos quince yacimientos de pinturas rupestres, donde disfrutar de figuras icónicas, como el famoso ciervo difuminado bajo figuras humanas dibujadas con trazos esquemáticos, pero de enorme valor. No obstante, en cuanto a descubrimientos prehistóricos se refiere, destaca el tesoro de Serradilla, hallado en 1965 dentro de un recipiente de cerámica. Consta de 24 piezas de oro, datadas del siglo VII antes de Cristo. 

Hoy día el Parque ofrece al caminante la posibilidad de disfrutar de la naturaleza más pura de la España de interior, contemplando especies tan esquivas como la cigüeña negra, el alimoche o el águila imperial, desde la siempre agradecida sombra de robustos alcornoques, arces y quejigos, así como las mejores vistas del Tajo, desde lo alto de Peñafalcón. 

Mención aparte merece Belvís de Monroy, una de las villas más significativas de nuestra ruta peregrina y de la evangelización hispana en el nuevo continente. Desde su convento de San Francisco partieron en 1523 doce misioneros hacia las nuevas tierras conquistadas, sembrando en el Nuevo Mundo la devoción a la virgen de Guadalupe. 

En Belvís merece una visita su imponente castillo del siglo XIII, que fue hito en torno al cual se desarrolló la repoblación de estas tierras tras la Reconquista, así como el sencillo rollo jurisdiccional que engalana la Plaza de España, puesto que éstos solo se reservaban a las villas con plena jurisdicción. En ellos se ejecutaban los ajusticiamientos a malhechores, tras la lectura de sus crímenes y su condena, en presencia de los vecinos del lugar. 

Después de cuatro jornadas de camino, al fin llegamos a Guadalupe, la villa del monasterio, hogar de María, nuestra meta. Cuenta la leyenda que el pastor de ovejas, Gil Cordero, allá por el siglo XIII, encontró la talla románica de Nuestra Señora, que se dice fue esculpida por el propio evangelista San Lucas, y que habían escondido para su preservación frente a la invasión musulmana unos monjes sevillanos. Tras varios días buscando una res extraviada, halló el cadáver del animal, y al hacerle en el pecho la señal de la cruz, con intención de despellejarla, la vaca se levantó y echó a correr. Fue en ese momento cuando se le apareció la Virgen, que habló al joven pastor, encomendándole la labor de buscar y hallar su imagen, que había sido ocultada en las inmediaciones del río Guadalupe (el nombre deriva del árabe (wad-al-luben – Río escondido) o de una mezcla de árabe y latín (wad-al lupes – Río de los lobos). 

 Es imprescindible para que el viajero pueda llegar a comprender la grandiosidad que encierra la esencia del monasterio en que se venera la imagen mariana, profundizar en los hitos con que la historia ha bendecido al monasterio, o el monasterio a la historia, como el descubrimiento de América por Cristóbal Colón, a quien los Reyes Católicos ofrecieron las carabelas con que desarrolló su expedición en audiencia celebrada en este icónico recinto. Este evento y el viaje que lo siguió determinaron el inicio de peregrinaciones hasta el templo por parte de quienes querían postrarse ante la Virgen para agradecer su vuelta de las múltiples expediciones hacia el Nuevo Mundo que los conquistadores hicieron partir desde puertos españoles. También fue la Virgen quien bendijo a los indígenas que eran traídos hasta nuestras tierras en dichas expediciones, otorgándoles la gracia del bautismo cristiano. De hecho, en la plaza Mayor, ubicada frente al monasterio, se puede ver la fuente que hacía las veces de pila bautismal. 

Aquí el peregrino encuentra la paz en la cultura, en la riqueza que eleva al hombre a la categoría de Creado por lo Divino. Miguel de Unamuno, también peregrino en estas tierras, confiesa que en uno de los claustros del monasterio, rodeado por la filigrana del estilo mudéjar, embebido en la serena contemplación de la paz que se cierne sobre los sacros recintos, solo roto el silencio por el armonioso trinar de los pajarillos que elevan sus notas a un sol poderoso, como el de Extremadura, sintió la tentación de «darse en pasar la vida en meditación y en sosiego». 

La villa crece a partir del olivo y el castaño; también del trabajo del cobre y el latón, a partir de los que se mantiene la tradición artesana de esta tierra. Es un lugar rebosante de arte, cuyos rincones encierran toda la esencia del Medievo. El alma llana de sus gentes reconforta el corazón del caminante, que busca en estas tierras el disfrute y el descanso frente al ajetreo del vivir diario. Guadalupe se recorre a pie, siguiendo la senda que describen sus callejuelas empedradas, siempre silenciosas, donde desde los floridos balcones de sus casas los vecinos siguen con sus vidas, siempre tratando de complacer al visitante. 

Juan Luis Hernández Aguiar

ESCRITOR Y ABOGADO