Opinión | Soliloquios

Juan Jiménez

Ferias

Conforme transcurren los años, has ido perdiendo apego a la feria de noche y ahora vas sólo un día, en plan tranquilo...

Ambiente en el ferial, el pasado jueves.

Ambiente en el ferial, el pasado jueves. / Carlos Gil

Conforme transcurren los años, has ido perdiendo apego a la Feria de Noche y ahora vas sólo un día, en plan tranquilo. Visitas varias casetas, bebes unas cervecillas y picoteas algo. Te vuelves a casa sin pena ni gloria, más temprano que tarde, dejando a la muchachada las ganas de fiesta y el espacio, que lo llenarán al son del pop latino hasta que salga el sol. Como hacías tú hace cuarenta años, cuando la Feria se instalaba en los Fratres. Claro que entonces sólo se escuchaban sevillanas y las casetas eran unas instalaciones más bien precarias, no como las de ahora, que parecen pubs de La Madrila trasladados al ferial.

La Feria de Día, la del centro de la ciudad, la vives con mas intensidad, aun sabiendo que al estómago y a la cabeza de un sexagenario no se le pueden exigir demasiado, porque por cada día de exceso de ingesta de bebidas espirituosas y la deglución de comidas muy variadas, pagas, aparte de una pasta, una semana de resaca e incapacitación para realizar cualquier actividad física, diciéndote a cada rato que no volverás a comer y beber tanto en tu vida. Pero te vas recuperando, tu cuerpo y tu mente se reinician, y el olvido se encarga de que no tardes en volver a las andadas.  

La Feria de Tarde hace tiempo que no la visitas. Ya lo hiciste con asiduidad y temeridad durante los años de infancia y pubertad de tus hijos. Si hoy temes a la reacción de tu estómago y tu cabeza tras un atracón de comida y bebida, entonces temías al deseo de tus hijos de querer subirse a la noria, a la nube, o cualquier atracción que no fuesen los tranquilos caballitos, porque no te gustaba nada meterte en aquellos aparatos.

Entonces rezabas para encontrarte con amigos que tuviesen hijos de la edad de los tuyos y se subieran juntos a los cacharros, y así tú te librabas del suplicio. Pero a veces tus oraciones no llegaban a los oídos oportunos y te encontrabas con tu cuñado, tu concuñada y sus hijos. Y lo malo era que terminabais la velada visitando las casetas hasta bien entrada la noche.