Desde que se estrenó en el Festival de Teatro Clásico de Cáceres del año pasado, Cyrano, espectáculo de la compañía extremeña Panorama Teatro, ha estado girando por contadas poblaciones de la geografía de la región. Este fin de semana lo pude ver en el teatro Las Vegas de Villanueva de la Serena, un espacio con defectuosa acústica y poco apto (por la pésima ubicación de las butacas en su parte delantera) para representaciones donde los actores necesitan del juego de interactuación —activa o pasiva— con el público. Pese a todo, el espectáculo fue bien acogido por el público que apreció la bondad del texto, el selecto montaje y, sobre todo, el esforzado y meritorio trabajo interpretativo del actor cacereño David Gutiérrez Sanguino.

Cyrano, es un texto de Miguel Murillo inspirado en la curiosa vida del escritor y filósofo francés —del siglo XVII— Hercule-Savinien de Cyrano de Bergerac, más conocido por la obra heroica y melodramática, en cinco actos y en verso, de Edmond Rostand (y varias películas) que por sus propias obras. El autor extremeño, con imaginación encuentra en la vida de Hercule-Savinien y en la obra de Rostand la viva evocación de un personaje conmovedor que, como Cyrano de Bergerac (de ciertos ribetes quijotescos que enraízan con el alma hispana) también despierta la simpatía y la compasión del espectador. Es un personaje/actor que ha caído de la luna fugazmente en un teatro vacío, desahuciado, que quieren convertir en un centro comercial. Un actor que en su día pasó del anonimato —un pecholata romano— a la fama por representar a Cyrano. Y que aquí se meterá de nuevo en el famoso personaje, identificando una común imagen de su rol —de amor apasionado por Roxana— con el verdadero amor teatral, para poner en tela de juicio la función del Arte de Talía y Melpómene.

Murillo consigue una narración cabal y atractiva, en prosa y en verso, de un personaje y de una obra teatral memorables, de la que ha quitado de un plumazo todo el entramado de personajes y un sinfín de luchas y anécdotas para dejarla en un monólogo original. Un preciado soliloquio, de un ser con mucha teatralidad y mucho amor oculto bajo una máscara, logrado como una oda de sentimentalismo y del instinto, como un entrecruce continúo de situaciones de luces y sombras de la vida teatral y de soledades que, muchas veces, tiene que pagar el artista como precio por elevarse sobre el mundo.

Pero además, en su recorrido, esbozando con conocimiento e ironía la denuncia, con nombres y apellidos, de quienes están arruinando la cultura teatral. Con florete en mano arremete contra los actuales sainetes de los políticos corruptos entrando y saliendo de los juzgados, contra el IVA impuesto por la ignorancia del Ministro de Cultura y, sobre Extremadura, contra el abandono del teatro «como servicio público» que se había gestado en la etapa de Rodríguez Ibarra, un «bien sociocultural» que en la quebrantada política de hoy se ha convertido mucho en negocio de gestores culturales mal informados y de artificiosas e inútiles empresas.

El montaje de Pedro A. Penco es muy creativo. Recorta y retoca el texto (introduciendo una actriz metafórica) hasta lograr una puesta en escena intensamente teatral que como contrapunto de motivos líricos y emotivos es perfecta en su clima. Utiliza ingeniosamente un espacio de plataforma reducida en el centro del teatro —atractivamente iluminado— por Jorge Rubio y ambientado por una música sugerente de Mariano Lozano— que le sirve para intervenir de forma pirandeliana (teatro en el teatro) distinguiendo el doble rol del actor y sus distanciamientos con el público. Y consigue una dirección pulcra de los actores con bellas imágenes de movimientos sobre el conjunto del espacio teatral.

En la interpretación, David Gutiérrez ofrece un recital interpretativo —merecido de quitarse uno el sombrero— capaz de adoptar los registros escénicos más diversos (héroe y bufón a un tiempo) y de memorizar y declamar, con su buen timbre de voz, el difícil papel que se da por el encanto de la poesía y el fino humor irónico, sin perder jamás en el juego una limpidez y una dignidad que le impiden caer en la afectación. Por momentos, me recordó a mi maestro de declamación, el gran Manuel Dicenta, recitando las epístolas de Cyrano en la RESAD, y a ese magno actor, José Pedro Carrión, que interpretó este personaje en 2007 dirigido por John Strasberg. A Gutiérrez le acompaña casi toda la obra Beatriz Solís, que metafóricamente da vida a la magia del teatro. La actriz que cumple bien su rol de Roxana, danzando o blandiendo banderas, aporta hermosura y el beso que reciben el actor y Cyrano —sumidos en ese último retozo de ensueño que embriaga y angustia en la búsqueda de la belleza y el amor— al final de la función bajo el brillo de una luna plateada (es la respuesta a la pregunta de Murillo: «¿Por qué hacen teatro los actores?»).