El final de la primera guerra mundial es para muchos autores el inicio del siglo XX corto, el que discurre entre el 28 de junio de 1919 (tratado de Versalles) y la caída del muro de Berlín (9 de noviembre de 1989). O lo que es lo mismo, el tiempo transcurrido entre una configuración nueva de Europa, con la desaparición de los imperios centrales y el surgimiento de nuevas naciones, y el hundimiento de la surgida del final de la segunda guerra mundial y la guerra fría.

Otros hablan de la guerra de los 30 años del siglo XX, de 1914 a 1945, con un periodo de inestabilidad permanente entre las dos grandes matanzas (1919-1939), 20 años en los que se registra la consagración de tres modelos diferentes de totalitarismo: el estalinismo, el fascismo y el nazismo. De tal manera que la paz establecida en Versalles no deja de ser una falsa paz, porque en sus imperfecciones se desarrolla la semilla de otra guerra que pone de manifiesto la debilidad de los instrumentos pensados para evitarla, con la inoperancia de la Sociedad de Naciones en primerísimo lugar. Frente a los 14 puntos de Woodrow Wilson, pensados para diseñar un mundo más estable e interdependiente, que incluye el reconocimiento de las nuevas naciones y el desarme de los contendientes, se impone la fuerza de los hechos: la imposibilidad de las potencias liberales de constituir una alianza permanente para «dominar la tremenda dinámica, prácticamente imposible de manejar, del mundo moderno», según Adam Tooze.

Los factores que llevaron a Europa de una guerra a otra a través de 20 años tormentosos fueron muy diversos. Entre ellos debe contarse el apego a un pacifismo sin garantías que permitió a Alemania rearmarse y aplicar en Europa central la doctrina del Lebensraum (espacio vital) y de un pangermanismo exacerbado -anexión de Austria y de los Sudetes- después de la llegada de Adolf Hitler al poder (1933), el aislacionismo estadounidense, los efectos del crack de 1929, el exclusivismo británico, y el error de Francia de diseñar un sistema de defensa de espaldas a los avances tecnológicos, algo que vislumbró Charles de Gaulle.

Los redactores del tratado de 1919 estuvieron más pendientes de establecer un mecanismo para gestionar la posguerra que de sacar conclusiones de las condiciones que llevaron a la contienda en 1914. Un despacho del Foreign Office de 1920 da por logrado el control sobre Alemania, aunque aquel país se hunde inexorablemente en una crisis social sin precedentes, y considera además que las reparaciones de guerra impedirán un renacer agresivo del Reich. Poco tiempo después, la diplomacia británica comparte con la francesa la idea de que el invento de Yugoslavia, una monarquía artificial, acabará con las tensiones en los Balcanes, desoyendo a cuantos piensan que su existencia será a la larga fuente de nuevos problemas.

En La montaña mágica (1924), Thomas Mann escribe que con el estallido de la Gran Guerra «comenzaron muchas cosas que, en el fondo, todavía no han dejado de comenzar». Según el gran escritor, subyace la impresión de que lo acaecido en Europa con el final de la guerra tiene «ciertas cosas en común con los cuentos», convencidas las grandes potencias de que es imposible que se repita la hecatombe gracias al recuerdo de lo sucedido entre 1914 y 1919. Una suposición completamente despegada de la realidad: los principales actores de la primera guerra mundial fueron los mismos que los de la segunda, solo que con cambios en la configuración de las alianzas.