Una de las características más destacadas y perversas de la nueva sociedad, especialmente visible en las personas más jóvenes, es el dogma de que todo el mundo puede opinar de todo, y que además esas opiniones han de ser tenidas en cuenta. El resultado lógico de esta tiranía de la opinión es que todo es discutible y, por lo tanto, todo es relativo, es decir, que nunca podemos dar nada por cerrado ni definitivo.

Esto, que podría parecer un logro de las sociedades democráticas contemporáneas, presenta ya claros síntomas de totalitarismo, porque, a pesar de que pudiera parecer lo contrario, con ello no se busca la deliberación abierta, sino la imposición del ego sobre el interés común.

En este planteamiento social y político subyace una poderosa contradicción filosófica en la que merece la pena detenerse. El mundo humano procede de una fase primitiva en la que predominaba la creencia en un ser absoluto, origen y regidor de todo lo existente; ese ente supremo fue sustituido por seres humanos que cumplían la misma función, encarnados en la institución del absolutismo monárquico. El desarrollo humano, sobre todo a partir de 1789, sustituyó la voluntad de un solo hombre por el imperio de la ley y por el rigor de la ciencia. La Ilustración (las ‘luces’, acepción magnífica que se opone a la oscuridad anterior) trajo precisamente eso: la conversión del absoluto divino y monárquico en el absoluto legal y científico (cultural).

La disolución de estos absolutos modernos en la opiniocracia rampante, lejos de abrir la democracia y enriquecerla, recoge —sin conciencia intelectual— lo peor del anarquismo político y lo más perverso del neoliberalismo salvaje, fusionándolo en una de las ideas más tóxicas de nuestro tiempo: la sustitución de la legitimidad del Estado por la arbitrariedad del ego de cada ciudadano particular.

ME GUSTARÍA CONOCER la propuesta concreta de aquellos que deslegitiman las sentencias judiciales por supuesta parcialidad, que discuten planteamientos científicos porque chocan con sus creencias particulares o que aborrecen todo lo que viene de las instituciones. Me gustaría porque, de no existir una propuesta articulada que sustituya todo aquello que proviene de la Ilustración, lo que se nos está queriendo decir es que volvamos al tiempo en que la voluntad de una sola persona (en este caso, cada uno de los ciudadanos existentes) se imponía al bien común. Y lo que sucede cuando las voluntades particulares de cada uno se consideran superiores al conjunto es que siempre encuentran un tirano que las represente.

El primer paso para que el ser humano de las cavernas pudiera evolucionar fue sentirse pequeño. Comprender que había límites a su actuación. Límites frente a la fuerza de la naturaleza, límites frente a los legítimos intereses y deseos del otro, límites frente a la necesidad de construir sociedades que les protegían mejor a todos que la mera lucha individual por la vida. Para ellos, también límites impuestos por seres divinos imaginarios que, en un alarde de inteligencia descomunal, hemos logrado sustituir por códigos legales escritos.

Frente a esto, uno de los valores de la sociedad actual es exactamente el contrario, y por eso a veces sentimos que estamos volviendo a las cavernas: pareciera que el ser humano se sienta tan grande que no acepta que haya nada por encima de él. Ni la naturaleza, ni las leyes, ni la sociedad, ni ningún otro ser humano.

La devoción de las sociedades por los nuevos nacionalismos totalitarios —el nuestro es el catalán—, el exponencial descenso de la profundidad intelectual de los líderes o la capacidad de las redes sociales para construir realidad política son algunos de los síntomas de la opiniocracia.

El asunto es grave. El individualismo atroz, el narcisismo límite, el desprecio absoluto de cualquier autoridad y el relativismo ético tienen una consecuencia inevitable: la destrucción del hombre por el hombre. Se empieza por poner al mismo nivel intelectual la opinión de un descerebrado en una red social que el poso jurídico de un texto constitucional decantado durante siglos, y se termina construyendo cámaras de gas para validar la ensoñación de una sociedad enferma sustentada sobre el carisma absoluto del primer loco que pase por ahí.